Estamos en los últimos días de un verano convulso para los mercados financieros que se han mostrado extremamente volátiles. El origen de esta volatilidad se encuentra en la incertidumbre generada en torno a la moneda común y en la posibilidad, cada vez más real, de que países como España no puedan renegociar, o hacerlo a un coste razonable, su deuda soberana con sus acreedores y de que el mundo en su conjunto entre de nuevo en una fase recesiva caracterizada por poco o nulo crecimiento económico y elevadas tasas de desempleo.
En líneas generales los mercados financieros habían anticipado una recuperación que se ha mostrado de pies de barro y lo acontecido este verano ha servido para evidenciar de forma clara que la crisis es profunda y que tardaremos en digerir el sobreapalancamiento financiero que caracterizó la etapa anterior. Por añaduría, a la digestión de la burbuja inmobiliaria, y otras graves distorsiones en la economía real, le hemos de sumar el problema en el que se han convertido las finanzas públicas de los países de la periferia del Euro, fruto de un grave error de diagnóstico a la crisis y que desembocaron en la mayoría de casos en masivos planes de gasto público en base a más deuda que ahora se ha convertido en una espada de Damocles para países como España.
Desde los poderes públicos y muchas tribunas académicas se pensó que la crisis sería una especie de tormenta de verano: con muchos rayos y truenos pero de corta duración y que enseguida daría paso a una etapa de crecimiento. Sin embargo, las causas de la crisis no se podían subsanar en el corto plazo: la crisis era consecuencia de una masiva inyección de crédito que había alimentado una gran burbuja que irremediablemente se tendrá que depurar con el doloroso ajuste.
El problema de un mal diagnóstico es que necesariamente nos conduce hacia un tratamiento equivocado. En este sentido, el intento de combatir una crisis derivada de un elevado apalancamiento con más deuda –siguiendo las recetas de corte keynesiano de aumento del gasto público– ha sido un error gravísimo que ha dejado las finanzas públicas en una delicada situación postergando el necesario ajuste y sumiendo a economías como la de España en un periodo de estancamiento prolongado.
Durante los años de expansión crediticia (y de gestación de la burbuja), asistimos impávidos al apalancamiento masivo de empresas y particulares. A nivel macro nos conformamos con crecer en base a endeudarnos con el exterior dejando en un segundo término cualquier intento de articular una política económica que permitiese generar un crecimiento económico basado en la mejora paulatina de la productividad y la competitividad real de la economía. El bálsamo que supuso la facilidad de crédito y las beneficiosas condiciones que nos ofrecía el Euro nos permitió generar un gran crecimiento económico a costa de reducir nuestra productividad en relación a nuestro coste laboral y generar un abultadísimo déficit comercial que todavía hoy (después de la fuerte contracción de nuestra demanda interna) se sitúa en niveles próximos al 4,5-5% del PIB.
Llegados a este punto, un diagnóstico acertado sugería que la burbuja inmobiliaria, enquistada en los balances de los bancos, se tenía que depurar y las entidades de crédito tenían que recapitalizarse (con dinero público o privado, pero ahorro genuino, el que no se destinó durante la burbuja ahora tiene que servir para sufragar las pérdidas) y que la economía en su conjunto tenía que emprender las reformas estructurales necesarias para permitir: de un lado el ajuste, el periodo recesivo en el que los recursos, capital y trabajo, se recolocan en aquellos sectores en los que son más productivos; y por otro lado, recuperar la competitividad perdida durante los años en los que nuestra economía estuvo inundada de crédito y parecía que podíamos crecer ad infinitum a base de pedir prestado al exterior.
Todo lo anterior se enmarca dentro de la moneda común (que imposibilita una devaluación; a no ser que España abandonase el Euro, hoy por hoy, escenario descartable), que se enfrenta a una grave crisis de solvencia en varias de las economías que la integran. Este escenario de, insisto, crisis de solvencia, no liquidez, desemboca en un único axioma válido: la crisis sólo se resolverá mediante una transmisión efectiva de riqueza de los acreedores a los deudores.
Una vez reconocido el problema y su solución solo cabe preguntarse cómo organizamos de manera ordenada esta transmisión de riqueza de acreedores a deudores de la forma menos dolorosa y más justa posible. Cuando el problema es entre dos partes (imaginemos una empresa y un banco), parece relativamente sencillo alcanzar acuerdos sobre qué deuda se renegocia, en cuál se aplican quitas parciales, en qué partes se amplían los períodos de carencia, y qué activos se dejan caer por ser claramente insolventes. Sin embargo, cuando el problema incluye diferentes países con diferentes agendas nacionales, interacciones con otras regiones e incluso diferentes ideologías y calendarios electorales, la negociación se torna mucho más compleja y difícil (como así está quedando en evidencia estos días).
No obstante, este hecho no debería de ser óbice para que desde las instituciones políticas se ejerza un liderazgo responsable anclado en la realidad y con el firme compromiso de enderezar el barco a la deriva, escenario en el que se encuentra a día de hoy la moneda común.
Existen tres alternativas principales para evitar el colapso del sistema en su conjunto: generar inflación, generar los llamados Eurobonos apalancando el buen rating crediticio de países como Alemania hacia economías hoy por hoy mucho menos solventes dentro del marco de la zona Euro, o la quiebra de muchas entidades financieras. Estas tres alternativas han colisionado en el seno de la Unión Monetaria, en donde se han evidenciado los graves déficits institucionales existentes en lo referente a la unión política que subyace al Euro y que la presente crisis ha puesto de manifiesto.
La posición alemana es contraria a generar inflación, que dañaría su competitividad y por lo tanto su capacidad exportadora y su crecimiento económico, y ha insistido en los planes de ajuste como mejor alternativa… aunque los mercados han dejado ya claro que los ajustes puede que no sean suficientes para hacer frente a los pagos de deuda (los planes de contingencia deprimen aún más la actividad económica en el corto plazo; no se trata del volumen de deuda sino de la capacidad de repago del deudor).
En este sentido, sólo efectivas reformas estructurales (cuyo objetivo es recuperar la competitividad perdida y generar crecimiento sólido), cuyos efectos se hiciesen notar en los indicadores económicos, podrían devolver a los países de la periferia europea la competitividad perdida y a la postre devolver la solvencia a sus economías. Sin embargo, para emprender dichas reformas se necesita un liderazgo político claro (que muchas de estas economías no tienen; por ejemplo España) y tiempo para implementar dichas reformas y que estas surjan efecto. Tiempo del que Europa no dispone.
Una segunda alternativa es la posibilidad de renegociar la deuda generando Eurobonos. Esta alternativa implica una transferencia del rating crediticio de las economías solventes de la zona Euro (principalmente Alemania) hacia las economías con problemas. La opción de emitir Eurobonos tampoco gusta a los alemanes por motivos obvios y a su vez podría genera situaciones de "riesgo moral" (premiando al necio y castigando al responsable) si no se adoptasen las medidas de control y planes de reformas estructurales necesarias.
Por último, está la opción de dejar quebrar los bancos. En Alemania, principal tenedora de bonos de los PIGS, los bancos están de facto nacionalizados (en los últimos stress test la mayor parte de los bancos alemanes no se presentaron a las pruebas para evitar un ridículo innecesario). En cualquier caso, hasta que no se clarifique cómo se van a realizar las transferencias de riqueza entre los diferentes acreedores y deudores en el marco de la zona euro y no se emprendan las reformas económicas que necesitan de manera urgente en las economías del arco mediterráneo no podemos esperar un punto de inflexión claro a partir del cual las economías efectivamente puedan reemprender tendencias de crecimiento más positivas en la Zona Euro.
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