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¡Quédate en casa!

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Mientras escribo estas líneas 60 centímetros de nieve cubren las calles de mi ciudad. Es curioso que, pese a que muchos hemos crecido con las historias de nuestros abuelos sobre nevadas de medio metro en Madrid, la mayoría aceptaba que se trataba de eventos del pasado que nunca íbamos a volver a vivir. Y no solo por el cambio climático, y las profecías absurdas que a veces lo acompañan, sino porque al igual que las pandemias, simplemente ha pasado demasiado tiempo desde que ocurrió la última vez como para que nuestra mente lo acepte como algo posible.

Pero los virus siguen infectándonos y la nieve sigue colapsando las poblaciones si cae en suficiente cantidad. Los smartphones, internet y el Big data no lo han resuelto. Es 2021 sumándose a 2020 en recordarnos que no somos mejores que nuestros antepasados, solo un poco más ricos. Una lección muy valiosa que mucho me temo que está pasando desapercibida.

¡Quédate en casa! El famoso lema de marzo ha vuelto en enero desde todas las administraciones públicas. Sentarse en el sofá a ver Netflix mientras la administración, los héroes de lo público, ponen todo en orden otra vez.

No lo hacen, claro. Nadie, ni en lo público ni en lo privado, tiene recursos para afrontar eventos masivos que ocurren cada muchas décadas. Pero eso no importa, el mensaje es claro. Donde no llega el Estado el ciudadano debe esperar pacientemente en su casa a que llegue.

La sociedad ISO no podía consentir que las personas usaran mascarillas no homologadas en marzo de 2020, ni puede consentir que se retire nieve de las aceras públicas sin el pertinente permiso municipal. Y pobre del político que no cumpla este mandamiento.

A las malas ideas no las suelen derrotar los buenos argumentos, sino la realidad. Una sociedad cada vez más centralizada, tanto en servicios públicos como en privados, no va a tardar en llevársela por delante un evento que no haya previsto. Es la fragilidad de la que la habla Taleb y de la que la sesuda intelectualidad occidental está pasando por alto con su acostumbrada arrogancia.

La década que empezamos puede ser buena, mala o regular. Nadie lo sabe. Pero la tendencia a la infantilización ciudadana, a la mezcla de los Estados y las multinacionales con una nueva pseudoreligión progresista y la centralización de más elementos esenciales en nuestras vidas, nos acerca cada vez más a repetir los grandes errores del siglo pasado.

Y esos no los vamos a poder resolver quedándonos en casa a esperar a una vacuna o al camión quitanieves.

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