A día de hoy las claves concretas para el crecimiento económico siguen siendo un misterio. Todo tipo de respuestas y soluciones se han propuesto desde las distintas escuelas de las ciencias sociales, sin que ninguna haya aportado un salto definitivo que permita a cada uno de los individuos singulares que pueblan la tierra superar el yugo de la extrema pobreza.
No obstante, eso no quiere decir que no sepamos nada. Mucho se ha avanzado en el conocimiento de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones a lo largo del siglo XX, si bien el pasado siglo también nos ha enseñado a desconfiar de nuestras propias certezas. De hecho se podría decir que el siglo XX fue la culminación de la arrogancia racionalista, de la política de la fe, ya sea en las huestes liberales, sea en el resto, trayendo como consecuencias rupturas brutales en las expectativas vitales de los individuos singulares, cuando no su muerte, supuestamente en aras de su mejora.
Los sueños de la razón marxistas, como solución a los problemas del tercer mundo, se mostraron tanto cualitativa como cuantitativamente los más dañinos para las personas más necesitadas. No obstante, las políticas de liberalización y disminución del Estado planeadas por las inmensas y muy burocráticas instituciones internacionales (siempre aplaudidas con mayor o menor entusiasmo por parte de las escuelas liberales) para los países más pobres tampoco resultaron nada alentadoras. Y sinceramente no creo que estas últimas fallasen por incongruencias teóricas sino más bien por exceso de confianza en los resultados científicos, una arrogancia fatal que olvida la ingente cantidad de elementos que pasan completamente desapercibidos a nuestro siempre pequeño esquema teórico.
Así, hoy en día las nuevas y ya muy asentadas teorías sobre el crecimiento económico no inciden tanto en el alcance de el Estado en la economía sino en la existencia de ciertas instituciones como la propiedad privada y la libertad de contrato, aportando nuevos matices a las teorías previas que las corrigen y enriquecen. Como bien dijo recientemente Milton Friedman, decano de los economistas del libre mercado, “hace 10 años les habría aconsejado [a los países pobres] tres cosas: privatizar, privatizar y privatizar. Pero me equivoqué. Seguramente el Estado de Derecho sea más importante que la privatización”.
Esta idea, que ya aparece magistralmente descrita en “La riqueza de las Naciones” de Adam Smith, debe de ser tomada muy en cuenta, máxime ahora que la ciencia económica está obteniendo resultados concluyentes sobre la trascendencia de ciertas instituciones para el desarrollo económico. No obstante, no debemos de olvidar ese barniz escéptico consustancial al verdadero altruista, que teme caer en la casi inevitable sistematización racionalista cuya aplicación seguro que lleva, finalmente, a consecuencias inesperadas y no deseadas que perjudicar a los que se pretendía ayudar.
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