África subsahariana fue un continente aislado hasta el siglo XIX. Las severas barreras geográficas del interior separaron muchos de sus pueblos entre sí. Sus zonas escasamente pobladas y las limitaciones en el transporte hicieron de África un mundo aparte. Se produjo, por tanto, una fragmentación étnica y lingüística enorme: actualmente hay más de dos mil etnias y con sólo el 13% de la población mundial las lenguas africanas representan el 30% de todos los idiomas conocidos. Sus habitantes tuvieron siempre difícil acceso a los progresos económicos y culturales del resto del mundo debido a su aislamiento secular.
Cualquier libro sobre historia de África precolonial tratará esencialmente de aquellos casos en que surgió cierta estructura de Estado. Leeremos acerca de los imperios de Songhaï, Ghana, Mali o Kanem-Bornú, así como de otros pequeños reinos centralizados. Habrá también referencias a las numerosas e interesantes ciudades-estados que surgieron por doquier como las de Hausa, Yoruba o las costeras del Este africano de cultura swahili en las que restos arqueológicas muestran que hubo un destacado comercio con Persia, India y China. Serán escasas, sin embargo, las menciones a sociedades descentralizadas dispersas por todo el continente, compuestas por grupos de poblados sin conexión política alguna con formas de organización social superiores. Estas sociedades sin estado fueron mayoría.
Se basaban en organizaciones clánicas, no territoriales. Tenían un gobierno limitado; no solían tener jefe tribal y eran gobernadas por un consejo de ancianos de la comunidad. En caso de tener un jefe, éste no solía ser hereditario. Si abusaba de su poder, la comunidad sencillamente le abandonaba.
Aquellas sociedades descentralizadas no han sido convenientemente estudiadas. Las razones de ello han sido la ausencia de fuentes escritas -se desarrollaron en un entorno cultural esencialmente oral- y los prejuicios. Hasta épocas recientes, muchos historiadores han aceptado el punto de vista predominante según el cual sólo aquellas sociedades que estuvieran centralizadas merecían la pena ser estudiadas. Han estado durante mucho tiempo por debajo del radar de la mayoría de los escudriñadores del pasado.
La distancia entre el gobierno y los gobernados era escasa y la participación de estos últimos solía ser habitual en forma de consultas o deliberaciones comunitarias. La sociedad se organizaba en torno al consenso y a la toma de decisiones de abajo a arriba. Entre los ashanti había un dicho que rezaba así: No existe gobierno aparte de la gente. Independientemente del tipo de autoridad que se formara, había un sentimiento muy arraigado de que aquello que dañara a la comunidad también lo hacía al individuo. Por muy autócrata que fuera un gobernante, estaba limitado por la autoridad de los consejos locales, el respeto ancestral a los usos, a las costumbres, a los códigos de valores y, en última instancia, a las divinidades. La ideología tradicional y las instituciones autóctonas servían de freno al poderoso. Un proverbio que se repite con variantes entre las diferentes etnias africanas dice que La sabiduría no se encuentra en la cabeza de una sola persona, o bien que Una sola cabeza no hace el consejo.
Pero incluso en aquellos lugares donde sí se formaron imperios o reinos, la tradición africana establecía contrapesos por medio de los jefes tribales y los consejos de ancianos intermedios. En la zona que hoy es Nigeria, por ejemplo, hay constancia de monarcas depuestos por abuso de poder por lo menos desde el siglo XII. Asimismo, los escasos imperios que surgieron África se rigieron bajo el principio confederal. La descentralización del poder es parte intrínseca de la herencia de su sistema político indígena. Éste funcionó razonablemente bien durante siglos en el África subsahariana.
Jefes y reyes no promulgaban casi nunca leyes sin la concurrencia de los consejos de ancianos, la institución sociopolítica de más prestigio en el África tradicional. Normas y costumbres eran motivo de debate comunitario cuando era precisa su interpretación. La conducta de la gente estaba pautada y era previsible. La justicia, impartida por el jefe o el consejo de ancianos, era proclive a la conciliación y a la restitución y no a soluciones punitivas. Existían instituciones de mediación comunitaria importantes como la palaver. Sus diferentes modelos de resolución de conflictos se fueron conservando y se integraron con otros valores locales para facilitar la cohesión de la comunidad y de los diversos clanes.
África fue supuestamente «descubierta» por Occidente en el siglo XVI. En la cultura indígena africana, el concepto de individualidad occidental era desconocido, sin embargo, bienes y miembros de las diferentes etnias se movían libremente a través de todo el continente. Los medios de producción eran propiedad de los nativos, no de sus gobernantes o de sus jefes tribales. Los campesinos, ganaderos, artesanos, pescadores o mineros acudían con sus excedentes a los mercados abiertos. Si lograban beneficios eran guardados por ellos sin ser expropiados por el jefe o el consejo. En este sistema tradicional, las autoridades del clan no imponían control de precios, ni se apropiaban de ninguna herramienta, instrumento, embarcación o arma, pues eran todos privados. No así la tierra, que solía ser comunal.
En el África precolonial hubo una densa red de intercambios y rutas comerciales por todo el continente. Pese a sus limitaciones, existieron mercados libres y abiertos durante siglos, antes de que ningún hombre blanco pisara sus tierras. Destacó especialmente, por lo menos desde el siglo IX, el comercio tran-sahariano. Fueron ciudades de mercaderes destacadas las de Tombuctú, Salaga, Dia, Djenné, Mogadixo, Mombasa, Pemba, Zanzíbar, Kilua o Sofala.
Eran sociedades con muchas carencias pero, al menos, no estaban oprimidas ni tiranizadas. A sus gobernantes no se les pasaba por la cabeza imponer ideologías ajenas a la tradición de sus súbditos ni recluir o matar a los disidentes. Las ciudades-estado eran probablemente las formas de organización social superior más acordes con la tradición y no los extensos Estados que se crearon posteriormente.
Hasta entonces no existieron las absurdas fronteras actuales. Cuando el colonialismo trajo consigo las fronteras administrativas y sus gobiernos centrales -con todas sus regulaciones, controles y sanciones–, los comerciantes se volvieron contrabandistas, se disgregaron artificialmente comunidades lingüísticas y étnicas, se destruyeron las rutas comerciales tradicionales, se impusieron formas de vida sedentaria a muchas comunidades nómadas, se forzaron convivencias entre etnias muy diversas y se impuso desde la metrópoli el poder de una minoría blanca y privilegiada sobre mayorías desarraigadas cuyas instituciones autóctonas quedaron desprestigiadas y fueron excluidas. Todo esto fue letal para la tradición política nativa que existió en África desde tiempo inmemorial.
Como nos enseña el economista George Ayittey, las instituciones indígenas tradicionales del sistema político y económico de África demuestran nítidamente que sus pobladores odiaban las tiranías y eran reacios a la excesiva concentración de poder en una sola cabeza.
Con la llegada de la inicua colonización en el siglo XIX, esta tradición indígena se vio violentada. Por desgracia, no ha dejado de serlo hasta nuestros días.
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