En muchas culturas, era normal realizar sacrificos humanos para aplacar a alguna deidad. Los aztecas, sin ir más lejos, mataban a miles cada año para asegurarse buen tiempo. Es comprensible que los ecologistas, que tanto admiran y desean imitar a esas tribus en las que la esperanza de vida no llegaba a treinta años, pretendan hacer lo mismo en el altar del calentamiento global.
El protocolo de Kioto asume primero que existe el calentamiento, luego asegura que es causado por el hombre y, finalmente, que sus consecuencias serán malísimas. Nada de eso es seguro y para muchos científicos es extremadamente improbable. Y podemos odiar lo que queramos a Bush, que eso no hará más sencillas estas cuestiones. De hecho, el informe del 95 del IPCC, el organismo de la ONU encargado de estos asuntos, fue modificado en su versión final por políticos para incluir expresamente conclusiones que aseguraban que el calentamiento era debido a la acción humana, pese a que el documento original no decía nada semejante. En ese informe se basó el acuerdo. A eso se le denomina consenso científico.
En Estados Unidos, donde lo han rechazado porque tiene más costumbre que nosotros de mirar las consecuencias de las políticas que proponen, y no sólo lo bien que aplacan el sentimiento de culpa colectivo, han llegado a la conclusión de que los más perjudicados por la aplicación del protocolo serían los pobres. Por eso resulta extraño que la izquierda, supuesta defensora de los débiles, se haya apuntado de forma tan entusiasta a la defensa del protocolo. Pero sólo si asumimos que efectivamente ha defendido alguna vez a los que menos tienen. Porque los precios de la energía subirían tanto que el gasto en energía de los pobres (hogares con ingresos menores a 10.000 dólares), pasarían del 10 al 20% de su presupuesto en 2010. El precio de la electricidad crecería un 52%, el coste de la vivienda un 21% y los comestibles un 9%. Hay que tener en cuenta que los costos de la energía crecen para todos, incluyendo a quienes producen bienes y servicios, por lo que éstos subirían también para los consumidores.
Este empobrecimiento inexorable se debe a la forma que se ha escogido para reducir las emisiones. Tan sólo unos sectores, responsables del 40% de las emisiones, serán los que tengan que reducirlos en nombre de todos. Los demás, principalmente el transporte, se quedan de momento tan anchos. La razón es sencilla: si todos tuvieramos ocasión de padecer directamente las consecuencias de Kioto, la oposición sería abrumadora. De modo que se obliga sólo a empresas, casi todas grandes, de modo que si se quejan verdes y rojos puedan acusarles satisfechos de ser unos avariciosos capitalistas que no se interesan por el bien común. Y aunque dentro de los afectados por la regulación hay sectores como el siderúrgico a los que se perjudica mucho, el ataque se dirige principalmente contra la generación de energía eléctrica, la sangre que permite que no tengamos que volver a las cavernas y calentarnos con hogueras, con el riesgo que supondría. Al fin y al cabo, emitiríamos CO2 y nos visitaría el Rainbow Warrior con una manguera.
Lo cierto es que la parte del león de la generación de energía en España se produce quemando combustibles fósiles. En otros países como Francia, gran impulsor de Kioto, se emplea energía nuclear, que es la alternativa más económica. A los ecologistas, sin embargo, tampoco les gusta y pretenden que nos surtamos de las llamadas fuentes renovables: eólica, solar e hidroeléctrica. De éstas, las dos primeras sólo sirven para poco más que encender una linterna, aunque sólo si hay suerte y el tiempo acompaña. La única que produce algo más que un chisporroteo es la hidroeléctrica, pero tiene la desventaja de que nos estamos quedando sin pueblos que inundar para construir embalses.
Chirac aseguró en la reunión del año 2000 de la ONU realizada para tratar estos asuntos que el protocolo es un "instrumento genuino de gobierno global". Ciertamente, la resistencia europea a aceptar que cuenten sumideros de CO2 como los bosques dentro del cálculo de lo que cada país tiene permiso para emitir refleja más un intento de fastidiar a los norteamericanos que de reducir de verdad las emisiones. Después de todo, una tonelada de CO2 absorbida es lo mismo que una tonelada de CO2 que no se llega a emitir nunca. Un estudio publicado por Science asegura que todas las emisiones de Estados Unidos y Canadá son absorbidas por la vegetación de esos países. Del mismo modo, resulta absurdo que los límites de emisión reflejen valores históricos referidos a un años concreto, 1990, y no a la eficiencia de las industrias afectadas. Así, un país que hubiera reformado sus centrales energéticas para que fueran más eficientes y emitieran menos CO2 antes de ese año, como Estados Unidos, sale perjudicado, mientras que otro plagado de centrales ineficientes, como Rusia, tiene mucho más fácil el cumplimiento. Tampoco tiene razón de ser, si lo que queremos es reducir las emisiones de CO2, que diez de los veinte países que más producen ese gas (entre ellos China, que ocupa el segundo lugar, e India, que está en el sexto) no tengan que cumplirlo. Pero, sobre todo, el diseño del protocolo no refleja más que un intento de gobernar de forma planificada, al soviético modo, todo el mercado de la energía.
El objetivo de toda actividad humana racional es lograr estar mejor que antes de realizar esa actividad. Así pues, el objetivo de Kioto, asumiendo la buena voluntad de quienes lo proponen, no es reducir las emisiones de CO2, ni reducir la temperatura de la Tierra, sino que en 50 o 100 años estemos mejor que si no lo hubieramos adoptado. Sin embargo, como nos enseñó Ludwig von Mises, es imposible tener de forma centralizada la información suficiente como para saber si eso es así. Kioto intenta hacerle al mercado energético lo que Lenin y sus alumnos procuraron hacerle a la economía entera. De hecho, el esquema que crea un "mercado" en el que las empresas puedan comprar y vender cuotas de emisiones resulta extremadamente similar a los fracasados mecanismos propuestos por Oskar Lange para lograr que el comunismo fuera viable.
Y es que el protocolo de Kioto no es más que la nueva manera en que la planificación central de la economía ha decidido volver a entrar en nuestras vidas, tras el fracaso de los experimentos comunistas. El mercado energético de los países que lo adopten se convertirá así en la cuarta economía planificada del planeta, acompañada en ese noble empeño por Corea del Norte, Cuba y la Política Agraria Común. Solo debiera bastar eso para emitir más CO2 quemando el papel en que fue escrito.