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Gobierno universal

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La crisis económica y otras cuestiones son aprovechadas para actualizar el alegato kantiano a favor y en predicción de que la humanidad debería llegar a un gobierno mundial y que acabaría alcanzando tal fase. La crisis, causada por el sistema bancario y por los gobiernos, impugna en la opinión pública a las empresas y a la función empresarial globalizada.

Por otra parte, la población mundial crece y lo hace en sistemas económicos que les sostienen, mal que bien. Pero los gobiernos y las empresas hacen previsiones para que el futuro ofrezca bienestar a sus poblaciones. No nos engañemos al respecto porque, si bien las empresas en mercado libre proveen ese bienestar de manera más ágil y progresiva que los gobiernos, éstos basan su legitimidad en presentarse como pieza imprescindible para ello. Obstaculizan y regulan obsesivamente la vida de las empresas para garantizar la calidad que ellos dificultan y que las empresas podrían mejorar pero no pueden a causa de las propias regulaciones y ataques fiscales. Y parece que esa batalla acerca de la eficiencia, de momento, no la pierden los gobiernos aunque al mercado le reconozcan algunos méritos ciertos sectores sociales.

Y es que esas previsiones empresariales y políticas para el futuro conllevan un mayor número de interrelaciones. Las que hemos denominado como globalización económica de la pasada década fue una de ellas. Durante años pareció que la dinámica de los intercambios comerciales entre personas de cualquier parte del mundo, acompañadas con el boom de la conectividad superaba la lógica de los estados. No obstante, hoy la realidad se presenta diferente.

Los estados recogen, con la crisis que ellos mismos han inducido, un refuerzo de su poder. Tras el cúmulo de interrelaciones libres entre ciudadanos más o menos libres, se producen las interrelaciones concertadas entre estados. La energía, que nunca dejó de ser cuestión de estado, deja ver su papel central en las economías como eje del poder de éstos. La excusa del calentamiento global, mentira resultona mientras el clima global no entre en una inequívoca fase fría, es el discurso oficial que oculta las tensiones por el control de la energía y por la competencia entre economías nacionales, tanto cuando se avanza en las regulaciones como cuando se ralentiza su adopción. La reducción de gases contaminantes es un arma arrojadiza para los gobiernos europeos igual que para los de economías emergentes. Todo ello hace, ahora más que hace pocos años, que la economía sea economía política y ésta cada vez más identificable popularmente con la política económica.

Por tanto tenemos una crisis económica global en la que los gobiernos son la solución, una crisis ecológica global cuya supuesta amenaza guía las guerras industriales y el bienestar futuro dependiendo de la energía que sólo los estados garantizan. Y quien sepa ver la mentira de los dos primeros elementos, tendrá difícil perspectiva para lo último, verdadero incentivo para alcanzar acuerdos gubernamentales mundiales.

La dinámica de las economías estatales, en lugar de dar por superada a la política, la afianza, asienta la legitimidad de la función gubernamental porque ésta, en última instancia satisface el inmediatismo de los ciudadanos que solamente demanda bienes materiales y olvida los espirituales, prefiere de soluciones rápidas y subvenidas antes que la libertad individual. A cambio devuelven a sus gobiernos legitimidad y poder.

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