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Educación de masas en España

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Uno de los pilares fundamentales del Estado del Bienestar es la Educación Pública. Es difícil encontrar un político que se oponga a su liderazgo frente al de la Educación Privada. Es un suicidio político despotricar contra este sistema y ya sólo criticar su ineficacia conlleva no pocos disgustos, electoralmente hablando. El deseo, hasta cierto punto lógico, de que toda la población tenga una educación básica y que esta base sea lo más profunda posible es fuente de problemas ya no sólo por su financiación y por sus contenidos sino por su universalidad ya que hacer obligatoria la educación no es sólo sino echar más leña al fuego. Pero la educación de masas, lo mismo que las televisiones públicas, es una de las herramientas más importantes para mantener una sociedad civil encarrilada.

Sin embargo y pesar de la supuesta trascendencia, asistimos desde 1985, año en que se promulgó la Ley Orgánica del Derecho a la Educación y que derogaba la Ley General de Educación de 1970, a una ristra de leyes y normativas que pretenden mejorar o resolver los conflictos que la anterior habría generado. La Ley Orgánica de Calidad de la Educación (L.O.C.E.) fue el último intento, este del PP, de ‘mejorar’ el sistema pero la victoria electoral del PSOE en 2004 llevó al gobierno socialista a su derogación, al menos en algunos aspectos.

Este caos legislatorio debería transmitir al ciudadano la sensación de que la educación pública es un tema estrictamente político donde poco importan los contenidos y su eficiencia pero el problema siempre se traslada mediáticamente al aspecto presupuestario. Los mismos interesados, que somos todos en algún momento de nuestras vidas, ni nos molestamos en leer críticamente las leyes que van a servir para educar a nuestros hijos y los problemas de la educación se terminan convirtiendo en la manida falta de dinero y nunca en la idoneidad del sistema. Lo más curioso es que siempre suben las prestaciones, aumentan las becas, se contratan más profesores y personal docente o se amplían el número de puestos funcionarios y aulas pero nunca es suficiente.

La situación supone a los educadores que no sepan muy bien qué es lo que van a tener que enseñar cada nuevo curso, que algunos contenidos con lecturas políticas se adecuen a las características cada región o incluso cada sistema político, lo que suele conllevar carencias conceptuales además de buscar y mantener cierto perfil político en el personal docente. El concepto de igualdad, en el sentido de que nadie destaque demasiado por encima de los más torpes, ralentiza a los grupos, favorece al más torpe y castiga al más brillante. La ausencia de competitividad, la seguridad de que pasado cierto tiempo el alumno va a pasar de nivel independientemente de su rendimiento, favorece la vagancia. El esfuerzo y la superación personal quedan como reliquias del pasado. El Estado proveerá ya sea material escolar, libros de texto o ideas agradables. Un número nada desdeñable de padres abandonan voluntariamente la educación de sus hijos en este sistema sin tener muy claras las consecuencias quizá acostumbrados a la idea de que las responsabilidades, también las suyas, se diluyen entre todos.

El dominio del Estado en la educación es ante todo un peligro para la capacidad crítica de los individuos, para la pluralidad de las ideas y una garantía de que el pensamiento único y lo políticamente correcto reine durante al menos unas décadas. El enfrentamiento actual entre el Estado dirigido por el PSOE y la Iglesia Católica en torno a la asignatura de religión es el ejemplo de que el sentir mayoritario no tiene porque ser la brújula por la que se guía el poder político. En el socialismo, el de derechas y el de izquierdas, las ideas siempre han estado por encima de las necesidades y los deseos de las gentes. La educación de masas en España es una realidad más que evidente.

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