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Medios económicos vs. políticos

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Existen dos formas de enriquecerse y de vivir en sociedad. Podemos resumirlas en la terminología que usó el filósofo alemán (no era liberal) Franz Oppenheimer: medios económicos y medios políticos. Oppenheimer definió los medios económicos como “el intercambio del trabajo de una persona por el trabajo de otra”. Los medios económicos son voluntarios, pacíficos y nos enriquecen a todos. Permite intercambiar todo tipo de capital (físico y humano), fomenta la creatividad, y nos da opciones. Los medios políticos, por contra, son, siguiendo a Oppenheimer, “la indebida apropiación del trabajo de los demás”. Los medios políticos son el uso de la fuerza, el robo y el saqueo. Uno se enriquece a expensas de la libertad y propiedad del otro. Si robamos la legítima propiedad de alguien, le estamos haciendo trabajar gratuitamente para nosotros contra su voluntad, lo estamos esclavizando.

Los medios económicos son la forma en la que trabaja el libre mercado y el capitalismo. Los medios políticos son la forma en la que obra el estado, sindicatos, grupos de presión, etc. Es decir, los de esas organizaciones criminales que nunca podrían sobrevivir, por su propia naturaleza, en un entorno de libertad pura. Recurramos a dos ejemplos históricos para ver las consecuencias de cada uno.

Costa Mediterránea de Cataluña, hace 2.500 años. Ampurias (Emporion, que en griego significa comercio), era un territorio donde vivían pueblos indígenas con una cultura y una economía muy poco desarrolladas. En el S. VI a.C. entraron comerciantes, principalmente griegos, donde de forma descentralizada y sin un plan previo empezaron a negociar entre ellos y los nativos. Ampurias se volvió en poco tiempo la capital del comercio desplazando a Masalia (actual Marsella). Ampurias se convierte en el principal centro de distribución de cerámica ática, surge la acuñación de moneda, se tratan las materias primas como el oro, plata, cobre, estaño, se desarrolla el comercio de joyas, tejidos… El auge económico hizo expandir por toda la costa levantina y sureste peninsular su cultura. La globalización, en su forma más rudimentaria y gracias al libre mercado, empezó a dar sus frutos. Más riquezas, mayor bienestar, expansión de la cultura, de la medicina… Todo sin subvenciones, sin seguridad social, sin estado del bienestar, sin lobbies ni prácticas proteccionistas. ¿Y qué terminó con la prosperidad? El estado, o mejor dicho, su hijo natural: la guerra. Empieza la II Guerra Púnica.

Sudamérica, S. XVI. Los españoles conquistan parte del continente a base de matanzas, acatamiento obligatorio y robos. No hay comercio ni desarrollo, sólo reina el saqueo la desolación y las enfermedades. Pueblos enteros mueren. Los “conquistadores”, en nombre de Dios, de la corona (estado), del “bien común”, convierten lo que podía haber sido un paraíso de prosperidad, comercio y riqueza en un infierno. Una minoría vive a expensas de una mayoría (sólo en Tenochtitlan calculan que había más de cien mil indígenas).

Éstos, son dos casos extremos de lo que significa la prosperidad de la libertad económica contra la desolación del poder hegemónico hoy representada por el estado y sus amigos. El estado, no sólo no nos puede garantizar nuestra seguridad, defensa de nuestra propiedad privada ni bienestar, sino que es la mayor amenaza para las tres. No necesitamos un país, ni un estado, ni un líder para vivir mejor.

 

Quien nos intenta sacar nuestra propiedad, por cualquier motivo que apele a los sentimientos o falsos tecnicismos, no es más que un ladrón; quien crea guerras en nombre del bien común es un asesino; y quien nos intenta arrebatar nuestra libertad, es un tirano que pretende esclavizarnos. ¿El laissez-faire radical, la ausencia de medios políticos, es un sistema perfecto? Tal vez no, pues sólo un loco cree en los “sistemas perfectos” pero una cosa es segura: no será peor que el estado.

1 Comentario

  1. Las ideas y conclusiones de Oppenheimer tienen más vigencia que nunca. En vista de la ola de populismo que asola al mundo entero y del que derivan varios gobiernos intervencionistas que «redistribuyen» la riqueza bajo criterios políticos, no económicos.


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