Si los Estados Unidos no hubiesen dispuesto a tiempo de la bomba atómica, ¿habrían ganado la guerra? Indudablemente. Les hubiese llevado algo más de tiempo y miles de vidas, pero la victoria era incuestionable. En 1945 la superioridad de los norteamericanos era absoluta en todos los terrenos; en el militar, en el tecnológico y en el económico. Lo primero parece obvio, lo segundo no tanto.
En torno a la guerra mundial existe un mito muy arraigado y que se perpetúa con cada historiador que acomete el estudio de la contienda: el del triunfo de la industria socializada de la guerra. Stalin, años después de acabada la guerra, aseguró ufano que los nazis habían perdido porque Hitler no entendió que las guerras modernas se ganaban en las fábricas de armamento.
En parte tenía razón, y en parte no. La industria bélica nazi no estuvo a pleno rendimiento hasta 1943, año en que la suerte cambió para los alemanes. De hecho, en enero de ese año la derrota del VI Ejército en Stalingrado sentenció el curso de la guerra. Demasiados soldados, demasiada dependencia en la guerra relámpago y ninguna preparación para sostener las líneas. Esa fue la causa del derrumbe del frente oriental.
Mientras 13 millones de personas estaban destinadas a las Fuerzas Armadas (el mayor ejército en combate de la Historia) las fábricas no alcanzaban los mínimos de producción necesarios para sostener el esfuerzo bélico. Los planes trazados en Berlín por Goering no dieron nunca los resultados apetecidos. Al otro lado, en la Unión Soviética, sucedió algo parecido pero aliviado por la acuciante necesidad de la autodefensa.
En el apogeo de la campaña del este, las fábricas rusas llegaron a producir 14.000 tanques al año, pero necesitaban del aporte continuo de tecnología y componentes fabricados en el Reino Unido y EEUU. Sin ellos, la URSS nunca hubiera podido repeler la ofensiva nazi del modo que lo hizo.
La clave de la victoria aliada estuvo en el dinamismo de la industria bélica norteamericana, gestionada bajo principios capitalistas. En 1943, la producción de armamento equivalía a la de Alemania, Italia y Japón juntas, al año siguiente la doblaba. Las contratas privadas del Ejército trabajaban sin descanso produciendo más armas, a menor coste y mucho más rápido que sus oponentes. Se llegaron a armar fragatas completas en sólo 27 días, cuando lo normal eran 196. La Fuerza Aérea pudo contar con muchos más aviones de lo que nunca hubiese soñado. Durante los años centrales de la guerra, las fábricas aeronáuticas entregaban al Estado 133 aviones al día, y los astilleros un barco cada 10 horas. Lo que llegó a faltar en muchos casos fue personal entrenado para pilotar las aeronaves y tripulaciones para los buques de la Armada. Justo al contrario de lo que sucedía a orillas del Volga, donde el comunismo bélico no era capaz ni de suministrar un fusil a cada combatiente. Lo suplieron con heroísmo sí, y con mucha e innecesaria sangre.
Durante todo este tiempo, los salarios reales de la industria bélica aumentaron y las condiciones laborales de sus trabajadores eran las mismas que las del resto de sus compatriotas. Nada que ver con los destajos estajonovistas de la industria soviética. Hasta en eso el capitalismo se demostró superior.
Esta, y no la bomba atómica como se ha repetido hasta la saciedad en los últimos 60 años, fue la verdadera ventaja de los Estados Unidos en la guerra. Cuatro décadas después, en plena guerra fría, el capitalismo bélico volvió a imponerse cuando los jerarcas soviéticos reconocieron que no podían seguir el ritmo que les marcaban los americanos. Y no porque fuesen tontos sino porque habían elegido el sistema erróneo para competir con su adversario. Sería el principio del fin para la tiranía soviética. Sin disparar un solo tiro.
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