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Independencia, ¿para o contra el individuo?

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Hace casi dos siglos y medio, los representantes de trece colonias británicas decidieron arriesgar sus “vidas, fortunas y sagrado honor” para conseguir la secesión del Imperio.

Llama hoy la atención releer sus escritos sobre el asunto; no reclamaban para sí los poderes detentados por los ministros de Su Graciosa Majestad. Su disidencia iba más allá; sostenían que esos ministros estaban usando poderes que ningún mortal debería poseer. Es más, sostenían, correctamente, que estas extralimitaciones atentaban contra la legislación británica. Cantaban “no hay rebeldes aquí sino traidores en casa”.

Desde sus orígenes, y siempre al amparo de la legislación británica, en las colonias se habían establecido asambleas locales con una activa participación local. Esto había permitido una sana competencia fiscal entre las regiones y un igualmente sano respeto mutuo entre las diversas comunidades religiosas. Así, cada inmigrante que llegaba a Norteamérica se encontraba con una multitud de pequeños poblados con diferentes credos y diferentes sistemas fiscales entre los que elegir.

Los intentos británicos por cambiar esta situación y establecer unos tributos sobre los que los americanos no tenían derecho a opinar fueron recibidos con profundo desagrado. No en vano, buena parte de los emigrados habían abandonado la metrópoli precisamente para alejarse de la tutela odiosa del Estado. La causa independentista era tan clamorosa que incluso iglesias tan comprometidamente pacifistas como los mormones y los cuáqueros, se unieron a las filas del Tío Sam.

Cuando finalmente lograron la secesión, las trece colonias se constituyeron en Estados y estos, a su vez, se unieron en torno a los llamados Artículos de la Confederación, que pronto fueron sustituidos por una Constitución.

Pero ésta tuvo notables detractores que no cesaron hasta conseguir que se incluyeran diez enmiendas, la célebre Carta de Derechos, para proteger los derechos individuales. Resulta especialmente llamativa la última, “los derechos no delegados a los Estados Unidos por la Constitución, ni prohibidos por esta a los Estados, quedan reservados para los Estados, respectivamente, o para las personas.”

Si bien es evidente que esta enmienda no se ha seguido a rajatabla, ciertamente evidencia una tendencia a respetar la autonomía de cada individuo frente a los poderes públicos. Es más, Thomas Jefferson, el tercer hombre en ocupar la presidencia tras adoptarse la Constitución, se fijó como objetivo presidencial reducir el peso del sector público; eso en una época en que la presión fiscal y las regulaciones eran casi anárquicas comparadas con las actuales. No es de extrañar que haga doscientos años que los Estados Unidos son la Tierra Prometida por excelencia de todos aquellos que anhelan emigrar a una nación con más oportunidades. No es de extrañar que la suya, en consecuencia, haya sido, en palabras de Reagan, “una historia de esperanzas cumplidas y sueños convertidos en realidad”.

Pero de ahí no se desprende, lamentablemente, que todos los procesos independentistas hayan dado frutos tan benignos como el Sueño Americano. Prueba de ello fue el decepcionante proceso de descolonización que se llevó a cabo durante la Guerra Fría. Educados en las bienpensantes universidades occidentales, algunos funcionarios de otros continentes se encontraron, de pronto, al mando de países recién independizados. No dudaron en aplicar las consabidas políticas de ingeniería social. El Estado tenía que gestionar la minería, la agricultura, los transportes, la industria, la cultura… Se empeñaron en gravar la creación de riqueza, cuando no de impedirla abiertamente, al tiempo que subvencionaban la pobreza. En pocas décadas, lo único que le quedaba por gestionar era la pobreza más desesperante.

Hoy en día, sigue habiendo procesos independentistas. Y algunos, en vez de aprovechar la oportunidad para aliviar el peso burocrático que quiebra la espalda de los ciudadanos, dejan llevarse por la fatal arrogancia de la que hablaba Hayek y pretenden diseñar en vano civilizaciones a su imagen y semejanza.

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