Nunca conocí a Manuel Ayau. De hecho, ni siquiera pude asistir a la Cena de la Libertad en 2008, cuando el Instituto le premió con el galardón a una Trayectoria Ejemplar en Defensa de la Libertad. Siempre me ha dado la sensación de que me había perdido algo realmente especial y la lectura de sus libros y artículos acrecienta este efecto. Además, mis compañeros del IJM que le trataron hablan maravillas de él y a mí me queda la frustración propia del que sabe que pudo haber conocido a un hombre excepcional y no lo consiguió por poco.
Pensaba en todo esto el otro día, mientras repasaba un pequeño librillo de apenas una docena de páginas que me dejó Mayra Ramírez a su paso por Madrid. Mayra es una guatemalteca excepcional que trabaja en la Universidad Francisco Marroquín y vino a visitarnos hace un mes para presenciar la entrega del premio de este año a Giancarlo Ibargüen y para ofrecernos su ayuda, su alegría y su extraordinaria capacidad organizativa.
El cuadernillo es un trabajo precioso que, a modo de homenaje, realizaron los miembros de la Marroquín en 2010, al poco de fallecer Manuel Ayau. Como resumen de lo mucho que hizo este enorme liberal, han mezclado fotos de su gran obra (la Universidad) con algunas de sus frases más inteligentes.
Dos de ellas están dedicadas, seguramente no por casualidad, al comercio internacional. Ayau nos descubre algo evidente, pero de lo que no nos percatamos siempre que leemos titulares como “Rusia eleva los aranceles a los productos españoles” o “EEUU protege su industria del acero con nuevas tasas” o “Los Veintisiete acuerdan mantener los cupos de importación de productos agrícolas”. Lo que don Manuel nos recuerda es que “en las discusiones sobre comercio internacional parece olvidarse que quienes intercambian no son los países, sino las personas”.
Los políticos, como casi siempre, toman la parte (sus intereses) por el todo (los ciudadanos) y se envuelven en la bandera nacionalista para justificar el proteccionismo más absurdo y antieconómico. En 2001, se constituyó la Ronda de Doha con la promesa de ser el impulso definitivo hacia la supresión de las barreras comerciales internacionales. Diez años después, las conversaciones siguen en un punto muerto. Hace unos días, se supo que quizás la solución sea cerrar un acuerdo de mínimos que no satisfaga a nadie, pero que permita defender que se ha llegado a un consenso. Es decir, los políticos se harán la foto de rigor y lo celebrarán con una gran fiesta y declaraciones grandilocuentes. Mientras, los productores, los consumidores y los empresarios de todo el mundo lamentarán que los intereses de unos pocos grupos de presión se hayan impuesto a los de la gran mayoría de la humanidad.
En 2008 se reunió en la capital de Dinamarca un grupo de economistas convocados por Bjorn Lomborg. No eran especialmente liberales, pero sí eran inteligentes y estaban dispuestos a pensar en soluciones sencillas para ayudar a los más pobres. Su objetivo era repartir un presupuesto de 75.000 millones de dólares en medidas contra la miseria. El resultado de su trabajo se denominó Copenhague Consensus e incluye programas de entrega de vitaminas, mejora de las redes de agua o ayudas a la escolarización. No estoy de acuerdo en todas sus conclusiones, pero su planteamiento y su forma de trabajar me pareció mucho más interesante que las grandes campañas de ayuda al desarrollo con la que malgastan nuestro dinero los gobiernos occidentales.
Pues bien, la segunda medida más eficaz para luchar contra la pobreza (en mi opinión, sería la primera de la lista), la que menos costaría aplicar y la que más beneficios económicos aportaría cada año es liberalizar el comercio mundial. Según sus cálculos, el coste sería cero y sus beneficios serían de más de 3 billones de dólares anuales en todo el mundo, aunque el 80% de esa cantidad redundaría en el bien de los países más pobres. Me encanta dar esta cifra porque los que llegaron a ella eran una mezcla de economistas de todo tipo y condición (liberales, socialdemócratas…). Existe un consenso generalizado en que el mejor impulso que podría recibir el mundo para salir de esta crisis sería abrir las fronteras y dejar que, como explica Ayau, “las personas” intercambien allí donde “los países” (los políticos) no son capaces de hacerlo.
Un par de páginas más atrás, ese pequeño librillo que me entregó Mayra, tan breve como valioso, me ofrece otra cita de este guatemalteco genial, que veía con preocupación y tristeza cómo su propio país no era capaz de salir de la trampa del subdesarrollo: “Que el intercambio libre sea tan poco comprendido y apreciado constituye, sin duda, una de las principales causas de la pobreza que todos lamentamos”. No tengo nada que añadir. Es una lástima, pero me da la sensación de que tampoco los que han estado, están o estarán en Doha (o donde quiera que se reúnan para la firma final) conocieron a Manuel Ayau.
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