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Constitución 1812. El bicentenario de una concepción liberal del Estado.

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Hace doscientos años que se promulgó la Constitución de 1812 (1)(2)(3) en un contexto histórico en el que la concepción de España, como un Estado democrático y de Derecho, estaba sitiada por los tropas napoleónicas, los intereses creados en torno al absolutismo y los felones afrancesados.

Hoy en día, los territorios que integran España siguen padeciendo los intentos de desvertebración de los dirigentes separatistas y la carencia de sentido de Estado de una mayoría de políticos, que piensan antes en el cálculo electoral y cortoplacista que en dotar las condiciones jurídicas de máxima protección de los derechos civiles de los españoles para que puedan interactuar en libertad.

Concepción liberal del Estado

Pero ¿qué significado tiene la concepción liberal del Estado español que estableció la Constitución de 1812? Atendiendo a lo expresado por la burguesía del siglo XIX, significa disfrutar de un régimen político en el cual los ciudadanos tengan derechos civiles por encima de cualquier casta dirigente y elijan democráticamente a sus representantes.

Sin embargo, también significa aplicar un Estado de Derecho que permita que esos ciudadanos sean iguales ante la ley, sin coacciones ni discriminaciones en función del territorio de residencia y, por tanto, sin barreras comerciales ni lingüísticas impuestas por políticos liberticidas. En definitiva, significa la protección de los derechos civiles, la interacción en un mercado libre y la defensa inteligente de los intereses de todos los españoles en el ámbito internacional.

Soberanía en la Constitución de 1812

Permítanme que en el bicentenario de La Pepa desgrane los artículos que considero esenciales para el arraigo de una concepción liberal del Estado. Aunque, en primer lugar, hay que precisar que la Constitución de 1812 no destaca precisamente por ser concisa, dado que cuenta con 384 artículos. Así, por ejemplo, el Título III abarca desde el artículo 27 al 167 para realizar una descripción pormenorizada del nombramiento de Diputados de Cortes mediante juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia. Adicionalmente, el Título IV dedica desde el artículo 168 al 241 a la figura del Rey. Sin duda, con la intención de corregir el absolutismo del régimen político y con la situación de guerra, se forjó una redacción exhaustiva y más que discutible desde un punto de vista jurídico.

Sin embargo, se trata de una base jurídica revolucionaria e innovadora en muchos aspectos en el contexto de su época, porque se rompe con la concepción absolutista imperante en la Europa napoleónica y establece el origen de la soberanía en los ciudadanos de la península ibérica y de los territorios de ultramar:

Artículo 1º. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.

Artículo 2º. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.

Artículo 3º. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer leyes fundamentales.

Propiedad privada y derechos civiles

Por su importancia para el arraigo de los principios del crecimiento económico, los avances legislativos más destacados de la Constitución de 1812 son el intento de limitar el poder omnímodo del Rey y los privilegios de nobleza y clero, junto con la protección expresa de la propiedad privada:

Artículo 4º. La Nación está obligada a conservar y proteger por las leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

Limitación del poder del Estado

 

Resulta interesante, aunque ingenuo, el intento de limitación del poder del Rey (o mutatis mutandis el Estado moderno) cuando se legisló el artículo 172 del siguiente modo:

Artículo 172. Las restricciones de la autoridad del Rey son las siguientes:

Primera. No puede el Rey impedir, bajo ningún pretexto, la celebración de las Cortes en las épocas y casos señalados por la Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas, ni en manera alguna embarazar sus sesiones y deliberaciones. Los que le aconsejasen o auxiliasen en cualquier tentativa para estos actos, son declarados traidores y serán perseguidos como tales.

Octava. No puede el Rey imponer por sí, directa o indirectamente, contribuciones, ni hacer pedidos bajo cualquier nombre o para cualquier objeto que sea, sino que siempre los han de decretar las Cortes.

Novena. No puede el Rey conceder privilegio exclusivo a persona ni corporación alguna.

Décima. No puede el Rey tomar la propiedad de ningún particular ni corporación, ni turbarle en la posesión, uso y aprovechamiento de ella…

Undécima. No puede el Rey privar a ningún individuo de su libertad, ni imponerle por sí pena alguna…

Mercado único

Los liberales españoles del siglo XIX asumieron parcialmente la necesidad de abolir las barreras jurídicas y comerciales y, también, consideraban criterios de unicidad de mercado cuando legislaron:

Artículo 258. El Código civil y criminal y el de comercio serán unos mismos para toda la Monarquía, sin perjuicio de las variaciones por las particularidades circunstanciales podrán hacer las Cortes.

Artículo 354. No habrá aduanas sino en los puertos de mar y en las fronteras; bien que esta disposición no tendrá efecto hasta que las Cortes lo determinaran.

División de poderes e independencia judicial

Sin embargo, fue una lástima que aquellos liberales españoles no redactasen el texto con base en la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787, todavía vigente hoy en día y que sigue destacando por su brevedad y abstracción, que es lo que hace aplicables sus preceptos en todo momento y todo lugar bajo su jurisdicción.

Y, en lo tocante a la separación de poderes y a la independencia judicial, nuevamente, la Constitución de 1812 es excesivamente prolija en el número de artículos, a pesar de lo cual no logra establecer un modelo liberal de dispersión pluralista del poder.

Fracaso constituyente

La ingenuidad y la confianza en la bonhomía del rey felón Fernando VII en la monarquía y en la intervención de la iglesia católica fueron el origen del fracaso de la Constitución. Un cambio de régimen político puede requerir nueva legislación que formalice una democracia liberal pero, especialmente, necesita que los nuevos dirigentes interioricen y hagan efectivos los preceptos instaurados por la base constituyente más allá de las declaraciones formales y bien intencionadas.

De ahí que la Constitución de 1812 estuviese vigente tan sólo desde el 19 de marzo de 1812 hasta el 4 de mayo de 1814 con el regreso a España de Fernando VII que, nuevamente, impuso el absolutismo. Posteriormente, estuvo vigente La Pepa durante el trienio liberal (1820-1822) después del levantamiento del teniente coronel Rafael de Riego y, también, lo estuvo la constitución gaditana después del pronunciamiento de los sargentos de la guardia real en La Granja de San Ildefonso durante el bienio constituyente (1836-1837) y hasta la Constitución de 1937, que instauró definitivamente un precario parlamentarismo de España.

La evolución socio cultural de un país es un proceso lento y no lineal, que avanza y retrocede en función del arraigo de la ideología y del sentido de Estado de los dirigentes en cada época. Por ello, es una desgracia que los líderes políticos en España sólo en escasas ocasiones logran mantener una visión liberal del Estado con apego "real" por los derechos individuales y el libre mercado y, por tanto, no suelen estar a la altura que requieren las circunstancias históricas.

Doscientos años después tenemos un democracia parlamentaria, formalmente instaurada por la Constitución Española de 1978, que nos permite ejercer un sufragio universal indirecto, e insuficiente, eligiendo listas cerradas cada cuatro años pero que, sin embargo, deja a los españoles en manos de la desidia de los partidos políticos; porque seguimos sin división "real" de poderes, sin independencia judicial, sin igualdad "efectiva" ante la ley de todos los españoles independientemente de donde vivan, sin unicidad de mercado y, lo peor, sin que esa concepción liberal de la sociedad haya arraigado en la casta dirigente.

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