David Friedman se aventura en esta obra a especular sobre los rumbos del desarrollo tecnológico en las próximas décadas y sus implicaciones sociales y políticas.
Prólogo a la edición española, por Albert Esplugas. Publicado por Editorial Innisfree (disponible aquí).
Si queremos intentar predecir cómo será el mundo en 2100 quizás primero deberíamos echar la vista un siglo atrás y preguntarnos si nuestros ancestros hubieran podido adivinar nuestro presente. El futuro, como advierte David Friedman, es radicalmente incierto. Pero eso no es óbice para que el reputado economista y teórico anarcocapitalista (además de físico, profesor de derecho y novelista) se aventure a especular sobre los posibles rumbos del desarrollo tecnológico en las próximas décadas y sus implicaciones sociales y políticas. Friedman, lejos de querer convertirse en el Nostradamus libertario, pretende retar nuestro intelecto con un conjunto de futuribles plausibles que podrían dejar obsoleta la realidad tal y como la conocemos (para bien o para mal). En otras palabras, ciencia ficción con el rigor de la primera y con el afán de plantearnos nuevos dilemas.
Desde la Revolución Industrial la humanidad ha experimentado una mejora continua en prácticamente todos los ámbitos. Si el pasado sirve de referencia para el futuro, lo mejor está por llegar. Las personas tenemos un sesgo pesimista que nos hace juzgar negativamente la evolución de las cosas. Convertimos una mala noticia en tendencia y hacemos una montaña de un grano de arena. Pero como ilustra Matt Ridley en The Rational Optimist, a la luz de los hechos lo más racional es ser positivo.[1]
El habitante medio del planeta tiene unos ingresos reales tres veces superiores que hace 50 años, y este dato no captura la mejora más sustancial: lo que podemos comprar ahora que antes no existía (desde vuelos lowcost a tratamientos médicos pasando por smartphones, internet, GPS, suscripción al gym o alimentos sin gluten).
La persona media vive un tercio más que hace 50 años y entierra dos tercios menos de sus hijos. La cantidad de alimento por habitante no ha dejado de aumentar en todos los continentes, pese a haberse doblado la población. Las hambrunas son poco comunes, lo mismo que la incidencia de epidemias previamente extendidas como la polio, el sarampión, la fiebre amarilla, la difteria, el cólera, la fiebre tifoidea o el tifus. La probabilidad de morir de una sequía, inundación o tormenta es un 98% más baja que hace un siglo.
El aire y los ríos están más limpios que décadas atrás, y la superficie forestal aumenta en muchos países. Los crímenes violentos de todo tipo (homicidio, violación, robo) están en declive, lo mismo que el castigo corporal y el maltrato animal. La democracia con economías mixtas toma el relevo de tiranías varias y economías planificadas. Apenas quedan un puñado de déspotas de renombre.
El futuro quizás sigue la misma trayectoria ascendente, pero emerge un interrogante: ¿resistirán nuestras concepciones políticas los cambios que se avecinan? Tendemos a proyectar al futuro los retos políticos presentes, pero ni los problemas ni las soluciones tienen por qué ser los mismos. Por ejemplo, preocupa la sostenibilidad del sistema de pensiones de reparto en el contexto de una pirámide demográfica que se va invirtiendo y desde el liberalismo se propone transicionar a un sistema de capitalización individual. Pero ningún modelo llega a contemplar una transformación demográfica como la que se produciría si las iniciativas contra el envejecimiento celular tienen éxito y los humanos vivimos varios siglos de forma saludable, o si la criogenización tras la muerte y posterior reanimación décadas después se demuestra factible y su práctica se extiende. En un contexto tal, el problema ya no sería tanto el sistema de pensiones como el propio concepto de “jubilarse a los 70”.
Otro ejemplo sería el desarrollo de la inteligencia artificial. ¿Cómo se regularía nuestra convivencia con computadoras vastamente más inteligentes que nosotros, como el sistema operativo de la película Her?¿O si algunos humanos llegaran a integrar AI en sus cerebros convirtiéndose en una suerte de superhombres, como el protagonista de Limitless? Al fin y al cabo, hoy en día no se concede la misma capacidad jurídica a todas las personas con independencia de su inteligencia o autonomía moral: niños o personas con discapacidad mental están sujetos a la tutela de terceros (al disponer de bienes, firmar compra-ventas…) para evitar que puedan ser engañados en su perjuicio. ¿Hasta qué punto el individuo común no se encontrará en una situación análoga frente a seres hiperinteligentes?
Consideremos otro fenómeno que puede resultar de este desequilibrio: la desigualdad material. Al liberalismo no le preocupa la desigualdad fruto del mercado, pero a mucha gente sí. La desigualdad en el mundo se ha reducido en los últimos tiempos debido a que los países menos desarrollados crecen más rápido que los países ricos. Pero el futuro podría traer divergencias más extremas. Tyler Cowen, en The Average is Over, sugiere una polarización de la sociedad en base a su relación con las nuevas tecnologías: una clase alta mucho más extensa y adinerada que en la actualidad, formada por el segmento de la sociedad cuyas habilidades son complementarias a las nuevas tecnologías (robotización, inteligencia artificial etc.), y una clase baja también extensa formada por quienes no tienen esas habilidades complementarias.[2] ¿Puede el liberalismo resistir el envite de la envidia y el afán redistribuidor en un escenario así de polarizado?
El desarrollo tecnológico no solo puede alterar el contenido del debate ético-político, en el sentido de adaptar los principios liberales a nuevas realidades. También puede, y ésta es una idea sugerente, dejar obsoleto el debate en sí, al menos en su formulación actual “Estado vs. mercado”. El Estado y sus regulaciones podrían devenir progresivamente irrelevantes sin necesidad de persuadir a la mayoría de la población de ninguna agenda política liberal. La mano invisible del mercado y la competencia descentralizada podrían conseguir lo que el activismo evangelista y el reformismo top-down no han conseguido hasta la fecha.
Esta tendencia ya la vemos en la actualidad con nuevas tecnologías que erosionan los monopolios estatales, desbordan sus regulaciones o escapan a su control. Uber, Lyft o Cabify amenazan el sistema monopolístico de licencias del taxi mientras Airbnb liberaliza desde abajo el alquiler de pisos y habitaciones. La moneda bitcoin opera a la sombra del Banco Central, los usuarios del sistema Tor comercian con drogas de forma anónima, y Pirate Bay y Torrent facilitan la descarga de cualquier material audiovisual soslayando las leyes de copyright. El crowdfunding acerca la inversión en startups a los pequeños ahorradores y GiveWell muestra el camino del altruismo eficiente al margen del Estado. Los niveles de censura y el control informativo de los tiempos de la RTVE franquista son difíciles de concebir en el mundo de internet, los blogs, Twitter, Whatsapp, Facebook y Youtube; y pese a que la privacidad en la red se ha visto recientemente atacada por agencias estatales con la aquiescencia de grandes corporaciones, empiezan a brotar alternativas como Silent Circle, Spider Oak o Whispers Systems, que encriptan sin concesiones todos los datos. También en el ámbito de la sanidad varias tecnologías disruptivas como 23&me (diagnóstico genético doméstico a través de saliva), Healthtab (consultas médicas a través de smartphone) o Basis (pulseras para registrar el ritmo cardíaco y los patrones de sueño) tienen el potencial de transformar el statu quo centralizado.
Más y mejor tecnología, al fin y al cabo, implica más capacidad para hacer cosas que queremos hacer, o hacerlas más rápido. En este sentido el desarrollo tecnológico parece que solo puede tener consecuencias positivas, con una condición: los efectos de las nuevas tecnologías deben ser locales, quedar circunscritos a quienes voluntariamente participan de ellas, sin producir externalidades globales que perjudican a terceros. La gran paradoja es que la aplicación de los principios liberales (respeto a la propiedad privada) ha permitido el desarrollo tecnológico, pero el desarrollo tecnológico podría hacer inaplicable estos principios si sus efectos se amplifican y desbordan los contornos de las respectivas propiedades.
Históricamente las nuevas tecnologías han multiplicado nuestras posibilidades de acción, pero no han amplificado sus efectos dotándolas del potencial de invadir el espacio ajeno. Nuestras acciones tienen efectos locales, sobre nosotros y quienes interactúan con nosotros En este contexto la definición de derechos de propiedad y su defensa es sencilla: los contornos de las respectivas propiedades son visibles para todos, las agresiones (y los agresores) son fácilmente identificables y reprensibles. Este respeto por la propiedad y su corolario, el comercio, es el fundamento del progreso humano. Un sistema basado en la competencia y cooperación descentralizada, en la que millones de individuos se especializan en distintas tareas de acuerdo con sus habilidades, sus intereses y su conocimiento particular, experimentan con sus ideas, invierten sus esfuerzos y recursos, y luego comparten e intercambian sus soluciones en el mercado. Los precios y la rentabilidad guían la búsqueda hacia la satisfacción de las necesidades más demandadas por la gente. Las ganancias indican que los consumidores valoran más lo que ofreces de lo que cuesta producirlo, y las pérdidas indican que despilfarras recursos. Es un mecanismo de prueba y error con los incentivos internos para autocorregirse: los buenas soluciones son premiadas con beneficios y empiezan a ser imitadas y perfeccionadas, las malas soluciones son castigadas con pérdidas y son abandonadas.
El comercio es a la evolución cultural, dice Matt Ridley, lo que el sexo es a la evolución biológica. El sexo hace que la evolución sea acumulativa porque permite combinar genes de seres distintos. Una mutación que tiene lugar en una criatura puede entonces aunar fuerzas con una mutación de otra. La diferencia entre los humanos y los animales es que nosotros, aparte del sexo biológico, podemos hacer que nuestras ideas “copulen” entre sí. El progreso humano es acumulativo porque intercambiamos, imitamos, diseccionamos y recombinamos ideas. Así, cuanto más “promiscuas” sean las ideas, cuanto más descentralizado y competitivo sea el proceso de creación e intercambio, más fecundo será el mercado.
Nassim Taleb se refiere al mercado como un proceso genuinamente antifrágil: un sistema que globalmente se fortalece de los pequeños errores y desórdenes que acaecen a escala local.[3] El Estado centralizado y su intervencionismo top-down es una fuente extraordinaria de fragilidad. El afán por intentar planificarlo todo y evitar cualquier tipo de riesgo y volatilidad acarrea un alto precio: la debilitación de la sociedad frente a cualquier desafío imprevisto, y el estancamiento del progreso. Un sistema que no permite el error es un sistema que no permite aprender. Y un sistema que no aprende permanece en la infancia intelectual, frágil ante cualquier amenaza inesperada.
“Lo que no te mata te hace más fuerte” es a menudo cierto con respecto al cuerpo humano. Necesitamos “estresores” que pongan nuestro cuerpo a prueba, curtiéndolo y fortaleciéndolo. En el caso de sistemas complejos como el mercado, el dicho cambia ligeramente: lo que me “mata” a mí hace a los demás más fuertes. Las ideas que no atraen suficiente demanda, que se demuestran demasiado costosas de producir, que son refutadas por científicos y expertos… señalizan a los demás emprendedores e investigadores lo que no hay que hacer. Se trata de que los demás, no solo nosotros, aprendan también de nuestros errores. A veces la caída es tan contundente que uno mismo no tiene tiempo de pivotar o es difícil volver a levantarse, pero aún en estos casos nuestra tragedia personal no habrá sido en vano si los demás aprenden la lección.
Y aquí volvemos al principio: el aprendizaje global, la autocorrección por prueba y error, solo es posible si los errores o los efectos de la acción en cuestión son locales. El “todo” se beneficia de los experimentos de sus partes siempre que el experimento no tenga un efecto de tal magnitud que aniquile el “todo”. O retomando el dicho: lo que me “mata” hace más fuerte a los demás, a no ser que también se lleve por delante a los demás. Así, mientras los efectos de las nuevas tecnologías sean básicamente internalizables, como lo ha sido hasta la fecha, el futuro no plantea ningún desafío al modelo de coordinación descentralizado. Las tecnologías recientes citadas arriba no alteran el marco actual. Algunas, como las tecnologías de encriptación, incluso lo robustecen, contribuyendo a definir y a proteger mejor los derechos de propiedad. El problema es que en la medida en que las nuevas tecnologías amplifiquen el efecto de nuestras acciones, como plantea Friedman, podrían darse externalidades difíciles de gestionar en la práctica, aplicando los principios tradicionales. Una acción local podría tener repercusiones globales no deseadas, la parte podría dañar el todo. Nuestros mecanismos preventivos podrían ser insuficientes y nuestra reacción quizás llegaría tarde o sería fútil.
Friedman se refiere a los potenciales peligros de la biotecnología, la nanotecnología y la inteligencia artificial. En el escenario más pesimista, la biotecnología puede facilitar el diseño de plagas letales para la humanidad o para un determinado grupo humano. La nanotecnología haría posible la creación de máquinas de tamaño molecular capaces de autoreproducirse que podrían ser empleadas con fines destructivos. También podría llegar a provocar una «plaga gris»: máquinas ensambladoras de dimensiones moleculares que producirían copias de sí mismas descontroladamente y acabarían consumiendo toda la materia de la biosfera. En cuanto a la inteligencia artificial, si llega a descubrirse y la ley de Moore sigue siendo aplicable (las computadoras doblan su capacidad cada uno o dos años), en pocas décadas seríamos como chimpancés o roedores para las máquinas y nuestra suerte dependería de que les gustaran las mascotas.
La regulación y la prohibición no parecen las herramientas adecuadas para combatir estas eventualidades. En primer lugar, en nuestro afán por evitar plagas podríamos estar impidiendo el desarrollo de numerosas curas. Las mismas tecnologías tienen el potencial de mejorar extraordinariamente nuestra calidad de vida. La biotecnología podría erradicar las enfermedades genéticas y otras taras de nacimiento, así como elevar el coeficiente intelectual de nuestra especie. La nanotecnología podría utilizarse para reparar nuestros tejidos o crear máquinas que multipliquen exponencialmente nuestra productividad. La inteligencia artificial podría integrarse en el cuerpo humano. Nos aprovecharíamos de sus ventajas y estaríamos al mismo nivel que las computadoras inteligentes, sin riesgo de convertirnos en mascotas o esclavos.
En segundo lugar, la regulación puede ralentizar el desarrollo tecnológico, pero es dudoso que en la práctica pueda inhibirlo indefinidamente. En palabras de Friedman, este tren no lleva frenos. La mayoría de tecnologías descritas en el libro pueden desarrollarse localmente, aunque su alcance sea global. Existen fuertes incentivos para desarrollarlas antes de que lo haga otro, y la presión para aprovecharse de una de ellas una vez inventada por alguien es demasiado irresistible. Podemos plantear en abstracto si la humanidad no estaría mejor si determinadas tecnologías no llegaran a desarrollarse, lo mismo que podríamos plantearnos prescindir de las fuerzas de seguridad si la gente fuera pacífica. Pero no es una disyuntiva real. Un pueblo totalmente desarmado quizás sería más armonioso que un pueblo cuyos habitantes están armados hasta los dientes. Pero si en el pueblo desarmado aparece un asesino en serie armado hasta los dientes, la opción óptima pasa a ser armar a sus vecinos para defenderse.
Si el Estado prohibiera el libre desarrollo tecnológico, terroristas sin escrúpulos, lunáticos solitarios y mafias con genios en su plantilla tendrían el monopolio de las invenciones con potenciales efectos devastadores. La ley no les inhibe hoy desempeñar sus actividades, tampoco lo hará en el futuro. Si, como respuesta, el Estado se arrogara el derecho exclusivo a desarrollar estas tecnologías, no está claro que fuera capaz de desarrollarlas a tiempo o lo bastante eficaces como para contrarrestar las amenazas terroristas. O que fuera a darles un uso benévolo. Al fin y al cabo el Estado es el ente con el peor historial en materia de derechos humanos. La nanotecnología investigada en laboratorios del gobierno seguramente tendría aplicaciones militares, mientras que los laboratorios privados estarían orientados a servir necesidades reales de los consumidores. Al mismo tiempo, el mercado sería más eficiente diseñando protecciones contra amenazas nanotecnológicas o biotecnológicas que pudieran crear grupos terroristas, o los propios estados.
Este es el gran interrogante del futuro: ¿hasta qué punto las nuevas tecnologías y sus efectos amenazan nuestro sistema de aprendizaje basado en la propiedad privada y el intercambio, en la experimentación descentralizada, en la prueba y error? El libre mercado es antifrágil, pero solo ante el error y el desorden local, no ante externalidades masivas que matan al paciente antes de que pueda recuperarse. La inquietante paradoja que arroja Futuro Imperfecto es que el mercado, antifrágil por naturaleza, pueda llegar a producir tecnologías que lo fragilicen. Que el sistema que sostiene nuestro bienestar actual al mismo tiempo tenga el potencial de facilitar nuestra destrucción futura. Seguramente, considerando todos los pros y contras, vale la pena correr el riesgo. El “optimismo racional” sigue siendo la actitud más realista, y en cualquier caso es fútil plantearse una disyuntiva que en la práctica no existe: de este tren no podemos bajarnos.
[1] Ridley, Matt. 2010. The Rational Optimist. London: Fourth State. Para consultar datos empíricos actualizados sobre la evolución de la humanidad en todas sus facetas véase la exhaustiva compilación “Our World in Data”, de Max Roser: http://www.ourworldindata.org/
[2] Cowen, Tyler. 2013. The Average is Over: Powering America Beyond the Age of the Great Stagnation. New York: Penguin Group.
[3] Taleb, Nassim Nicholas. 2012. Antifragile. Penguin Group.
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