Sublevada por la noticia de que unos niños están trabajando en una fábrica de la India o de Vietnam la gente clama instintivamente por la prohibición del trabajo infantil. No agrada una concreta realidad y se apela al Estado para que la haga desaparecer por decreto. Pero siendo como es que los padres no quieren menos a sus hijos en la pobreza, no sería fútil que antes de invocar la intervención pública nos preguntáramos por qué los padres les mandan a trabajar y no a la escuela si presuntamente lo adecuado para ellos es lo segundo.
En los países subdesarrollados la alternativa al trabajo infantil es el hambre. Su prohibición priva a las familias de unos mayores ingresos en un entorno de extrema necesidad, coartando el ahorro y la acumulación de capital en esa sociedad y ralentizando así el proceso por el cual deviene innecesario que los niños laboren y provechoso el que se dediquen a formarse. Para erradicar el trabajo infantil es preciso atacar su causa, la pobreza, y la pobreza sólo cabe combatirla propiciando un mercado libre que permita la acumulación de capital y el aumento de la productividad. La jornada laboral en el siglo XIX, por ejemplo, antes de que se limitara por ley se redujo de facto como resultado de la prosperidad que desató la Revolución Industrial. El trabajo infantil, que no era por aquel entonces ni tan insalubre ni tan gravoso como la mitología se encargó de popularizar, también fue remitiendo paulatinamente conforme se expandían las estructuras productivas. Así la legislación posterior en buena medida sólo vino a refrendar algo que ya se estaba generalizando de forma espontánea en el mercado, por lo que desde el punto de vista de los prohibicionistas mismos debería considerarse superflua.
El trabajo infantil no es una invención del capitalismo o de la globalización, antes al contrario, es una realidad inherente a la pobreza que ha existido desde que el hombre es hombre y que sólo el reciente desarrollo económico motivado por el libre mercado convirtió en superable. Por eso nadie debiera sorprenderse de que perdure allí donde la industrialización se halla en un estado más bien incipiente o donde ni tan siquiera ha tenido lugar.
Con todo, las disposiciones que prohíben trabajar a los menores no son únicamente deleznables en un contexto de perentoria carestía. Constituyen un ejercicio de arbitrariedad que atenta abiertamente contra los derechos de los niños y de los padres y que no tiene cabida en una sociedad libre. ¿En razón de qué es ilícito que un niño cobre por hacer de jardinero o trabaje para su padre recolectando hortalizas cuando no es ilegal que se dedique a cuidar el jardín de su casa porque le divierte o a ganarse la paga haciendo tareas domésticas? ¿Qué tiene de malo que un niño monte junto con sus amigos una parada de limonadas? ¿Por qué es reprobable el hecho de que labore por un jornal y en cambio se tolera que sea obligado a asistir a la escuela seis horas al día? ¿No podría ser beneficioso para un chico de 13 años que no quiere ni oír hablar de estudios dejar que se emplee en un taller y adquiera experiencia laboral en lugar de encerrarle en una aula contra su voluntad? Debería ser la familia, o el propio niño alcanzada cierta edad, quien decidiera sobre tales asuntos, no el Estado.
Parece que reivindicar la prohibición del trabajo infantil apacigua las conciencias de los que, por vivir en una sociedad sumamente productiva, disponen de suficientes medios para enviar a sus hijos a la escuela. Pero eso no va ayudar ni a los niños que trabajan ni a sus familias. En todo caso lo que necesitan es salir de la pobreza, no que se les cercene sus ingresos y su capacidad de ahorro. Y sólo hay un antídoto contra la pobreza: el libre mercado. Por otro lado no incumbe al Estado sino a los menores y a sus padres decidir en qué van a emplearse. La discriminación impuesta aquí por razones de edad no está más justificada que otra suerte de mandatos coactivos.
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