La gente está harta de la política y de los políticos. Se refleja en los altos índices de abstención electorales y en el desprecio con el que son tratados en las charlas de sobremesa. Si en algo coinciden personas de distintas tendencias es en el rechazo de la clase política y en el hastío que les produce el juego partitocrático. Hay algo podrido en el sistema actual, los ciudadanos lo huelen, lo intuyen, algo no funciona como debería. ¿Qué es? La mayoría lo tiene claro: son los políticos.
"Si los políticos no fueran corruptos", dicen algunos. "Si los políticos realmente se preocuparan por el pueblo", dicen otros. Los males que aquejan a la sociedad desaparecerían, da la impresión, si la presidiera un platónico gobierno de rectos y sabios estadistas. Es una tragedia que, sabiendo que solo nos hacen falta las personas adecuadas para ejercer el poder, no consigamos encontrarlas y otorgarles un mandato. Así la discusión a veces acaba girando en torno a la necesidad de que los gobernantes sean personas con estudios o superen una suerte de examen selectivo. "No puede ser que nos gobierne alguien que ni siquiera tiene un título universitario". O en torno a la conveniencia de las listas abiertas, las consultas populares u otro tipo de reformas que nos acerquen a la "auténtica democracia". Hay quienes perciben que la podredumbre del sistema llega más lejos y en un ataque de rebeldía incluso dejan escapar que una dictadura ilustrada sería preferible a la democracia. En su fuero interno no lo suscriben, pero creen que la propuesta tiene un poso indudable de sentido común. Tampoco es extraño escuchar opiniones que podrían encuadrarse en la categoría de "si yo fuera dictador…".
Pero todas estas cuestiones son secundarias, no responden con acierto a la pregunta: "¿qué es lo que está podrido?". El origen de la podredumbre no son los políticos ni las reglas por las que salen elegidos. No es principalmente un problema del sistema de gobierno o de sus integrantes, es un problema de las atribuciones del gobierno. No es quién ostenta el poder, ni siquiera cómo lo ostenta, es el tamaño y el alcance de este poder. El problema no es qué políticos deciden sobre nuestras pensiones, sobre nuestra salud o sobre la educación que reciben nuestros hijos, el problema es que no lo decidimos nosotros. El Estado se ha arrogado el derecho a elegir por los individuos, y éstos, en lugar de reclamar que les devuelvan lo que es suyo, se han limitado a pelearse por el color de las cortinas. ¿Acaso lo malo del ladrón es que luego no administra bien lo que roba? Lo malo del ladrón es que roba en primer lugar. El problema del Estado del Bienestar no es la bajeza de los políticos y el signo de sus medidas intervencionistas, el problema es que usurpa a los ciudadanos su libertad de elección en primer lugar. Da igual si te sube los impuestos un político con título universitario o sin él, la cuestión es que se incauta de una porción mayor de tu renta justamente ganada. Da igual si una ley que prohíbe la tenencia de marihuana o la eutanasia es aprobada por una mayoría de votantes en un referéndum o una mayoría de diputados en un parlamento, la cuestión es que se trata de tu vida, de tu cuerpo, y nadie tiene derecho a decidir por ti.
Uno no deja de ser esclavo por cambiar de amo, la libertad se consigue rompiendo las cadenas y decidiendo por ti mismo. La gente que toma el Estado intervencionista como algo dado e inamovible y achaca la podredumbre del sistema a los políticos está dejando de contemplar el bosque por fijarse en los primeros árboles. Los políticos son un simple subproducto del sistema. Intuir la podredumbre es, al menos, un comienzo, pero si las causas de la enfermedad no se diagnostican correctamente va a ser imposible curar al paciente. De hecho un mal diagnóstico puede empeorar su situación. Hay algo podrido en el sistema, en efecto, y es el sistema en sí mismo. No basta con criticar a los políticos, es preciso atacar la raíz del problema: el poder estatal. Lo que debemos cuestionar no es la dignidad de tal o cual político, sino el poder que ostenta sobre nuestros asuntos.
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