Barack Obama llegó a la Casa Blanca en 2009 a lomos de su campaña contra la guerra de Irak. Ese mismo año fue galardonado con el premio Nobel de la Paz, en buena parte por su oposición a la guerra y la propuesta de un "nuevo clima" en las relaciones con el mundo musulmán. Por otro lado, el actual secretario de Estado, John Kerry, viejo activista contra la guerra de Vietnam, se enfrentó a George Bush en la carrera presidencial anterior, en 2004, también centrando su campaña en contra de la guerra de Irak. Pero ya se sabe que el poder en altas dosis puede afectar gravemente hasta al más pacífico. En las últimas fechas, no tanto tiempo después de recoger el Nobel, Obama ha expresado su intención de atacar Siria alegando el uso de armas químicas por el gobierno sirio. Kerry, a su vez, ha emergido como un nuevo halcón sobre el que recae la tarea de liderar el proceso. Pero ¿a qué viene este repentino cambio de actitud?
Antes de nada hay que decir que la situación en Siria es trágica. El país lleva dos años sumergido en una terrible guerra civil. Está gobernado por un régimen totalitario presidido por Bashar al-Assad, un gobernante sanguinario y cruel cuyo padre ejerció 30 años de dictador implacable. Por el otro lado, de las cenizas de las protestas de la "primavera árabe", sangrientamente aplastadas por el gobierno, se ha ido consolidando un bando rebelde de corte yihadista, con participación directa de Al Qaeda, que busca la caída del régimen para implantar un totalitarismo islámico. Un panorama, en fin, nada prometedor para la población siria, cuyo único deseo es vivir en paz.
A finales de agosto trascendieron algunas imágenes del supuesto uso de gas sarín por el gobierno contra la población civil cerca de Damasco, matando alrededor de 1.500 personas, 400 de ellos niños. El régimen de al-Assad niega el uso de armas químicas y a su vez acusa a los rebeldes de haber realizado éste y otros ataques de este tipo. No hace mucho, de hecho, se publicaban en la prensa americana las sospechas de que los rebeldes estaban usando gas sarín. Pese a que no se tienen pruebas en ninguno de los dos sentidos, el gobierno americano da por buena la versión de que al-Assad fue el responsable del ataque químico del 21 de agosto. Obama, que había amenazado con atacar Siria de traspasar al-Assad ciertas "líneas rojas", ahora se ha metido en un callejón en el que no se ve una salida.
Es obvio que un ataque puntual, unos cuantos días de bombardeo americano como pretende Obama, no va a solucionar ningún problema. De hecho, lo probable es que empeore la situación. No sólo para la población civil, que en todo caso es la que siempre termina pagando los platos rotos de los políticos. También Estados Unidos se encontraría en la enquistada situación en la que se ha visto en Afganistán, en Irak y en tantas otras guerras. Después del primer golpe, ¿cuál es el plan? Acabarían otra vez metidos en una guerra sin final, en un infierno que nunca termina. No seamos mal pensados, no caigamos en la tentación de pensar que cuando al gobierno americano se le acaban sus guerras tiene que buscarse otras nuevas.
Sabemos quién sale perdiendo en estas cosas: la gente corriente. ¿Pero quién puede salir ganando? En un primer momento, Obama, Hollande, Cameron y todos los políticos que logran desviar la atención de sus miserias internas hacia lugares lejanos. La guerra es el alimento último del poder político, la mejor excusa para restringir libertades e incrementar el poder del Estado. Curiosamente, los políticos suelen estar en contra de la guerra cuando están en la oposición, pero cuando llegan al gobierno la cosa se ve con otros ojos. Por otro lado, una guerra que logre derrocar al gobierno sirio le vendría de perlas a Al Qaeda y a los rebeldes yihadistas. Porque de llegar alguien al poder en un entorno de extrema violencia, será aquél al que mejor se le de jugar a ese juego.
Pero si, como decía Obama, la idea es realizar un ataque puntual y no provocar un cambio de régimen, ¿debería al-Assad estar preocupado? Al contrario. El sueño húmedo de todo dictador que se precie es que le ataquen desde fuera pero sin llegar a echarle. De hecho, cuando no les atacan, es típico de los gobiernos totalitarios fingir estar en guerra, como hacen en Corea del Norte desde hace décadas. De ese modo el dictador tiene vía libre para gobernar a placer. Puede someter a sus súbditos al plan de emergencia nacional y al mismo tiempo lograr fidelizarlos. Cuando la gente tiene miedo porque cree que les está atacando un enemigo exterior, la mayoría no duda en ceder su libertad sin rechistar y ponerse del lado de su gobierno. Y ahora adivine qué país ha estado oficialmente en estado de emergencia desde 1963 hasta 2011, año en el que entró en una guerra civil abierta. En efecto. Es Siria.
No es de extrañar, por tanto, que aunque en un principio a Obama le pida el cuerpo ser el policía del mundo, termine buscando una excusa para dar marcha atrás, de forma que sus amenazas se diluyan con el tiempo y queden en nada. Un ataque militar sería un grave error que sólo puede empeorar las cosas. Ni los propios ciudadanos americanos, otras veces partidarios de este tipo de aventuras, en esta ocasión lo apoyan. Siria es ahora mismo un nodo convulso en el que se solapan múltiples conflictos regionales, étnicos, religiosos y políticos. Siria es un avispero, y cuando se golpea un avispero no llega la calma, sino el caos. ¿Qué hacer, entonces, en un caso de violencia política como el de Siria? Para estas situaciones en las que todas las opciones son malas, lo más sabio es lo que decía David Friedman de su libro La maquinaria de la libertad: "En caso de revolución lo mejor que puede hacer, tanto desde el punto de vista moral como práctico, es ser neutral. Métase en un agujero, enciérrese y no salga hasta que la gente haya dejado de dispararse entre sí".
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