Gravar las plusvalías y, en general, las ganancias del capital, significa disminuir el rendimiento de los activos, es decir, de las inversiones realizadas. Los efectos económicos de esta disminución de los rendimientos pueden producirse a lo largo del tiempo -porque se reducirá la retribución periódica del activo- o instantáneamente -a través de la capitalización del impuesto-.
En efecto, con la disminución de la retribución del capital, los inversores verán menguada a lo largo del tiempo (en función de la maduración de las inversiones) la capacidad para generar nueva riqueza con las ganancias conseguidas, reinvirtiendo todo o parte de las mismas en nuevos proyectos de inversión.
Pero, también, con la capitalización del impuesto, los propietarios se empobrecerán de golpe, dado que los activos valdrán menos al ofrecer menores rentabilidades. Esta disminución del valor de los activos sitúa al inversor en una posición económicamente más débil con respecto a sus otros posibles negocios. Así, la existencia del impuesto hace que el inversor cuente con bienes menos valiosos con los que avalar a los posibles agentes económicos que quieran invertir en sus otros proyectos empresariales, ya sean como accionistas o como prestamistas.
Del mismo modo, la tributación de las plusvalías resta cierto sentido a la venta del activo dado que esta se efectúa para cambiar un bien menos líquido por otro más líquido (el dinero). Gravar las ganancias patrimoniales, por tanto, penaliza la liquidez de los inversores y, cuando estos se encuentren en las dificultades propias de una crisis, no ayudará (tanto como si no existiera el impuesto) a ser más solvente al inversor.
Por otra parte, gravar las plusvalías implica dificultar y, en parte, obstaculizar, las ventas de los activos. Los inversores tenderán a atrasar las ventas para evitar el impuesto comparado con lo que habrían hecho en ausencia del gravamen. Y dificultar tales ventas perjudica directamente el uso más adecuado de los recursos, pues hace más difícil a los empresarios ordenar la producción y orientarla de acuerdo a las necesidades presentes y futuras de los consumidores.
Esta tendencia al inmovilismo provoca una rigidez en la inversión y, por ende, en el conjunto de la economía. Será más difícil entonces que la estructura de capital (las combinaciones de los diferentes planes empresariales con sus respectivos usos de bienes de capital) se modifique y se adapte a las nuevas necesidades de los consumidores u otras circunstancias.
En otro orden de cosas, muchos economistas se han quejado de que las ganancias del capital y, entre ellas, las ganancias patrimoniales (o plusvalías), que se incluyen dentro del Impuesto sobre la Renta, no deberían considerarse renta dado que son ganancias acumuladas a lo largo de varios ejercicios. Y es precisamente este hecho el que hace que se tribute por una cantidad superior a la renta real del año en que se ha producido la venta. Algo que provoca una descapitalización repentina del inversor (comparado con la situación sin impuesto) que penaliza su liquidez, su solvencia y sus posibilidades de invertir en nuevas empresas (como start-ups o entidades de nueva creación).
Por último, es de destacar una grave deficiencia del cálculo de las plusvalías que se utiliza en los sistemas fiscales actuales. Así, para hallar estas plusvalías se toma en cuenta el precio de venta del activo menos el precio de compra (incluyéndose en ambos precios algunos gastos adicionales). Sin embargo, no se considera los continuos gastos de mantenimiento que ha tenido que desembolsar el inversor para mantener los activos y sin los cuales no habría podido realizar la venta que ha generado la plusvalía. Un ejemplo claro es el de los inmuebles, para los cuales no se toma en cuenta como mayor precio de adquisición (o coste) los sucesivos IBI o gastos de comunidad que han tenido que satisfacerse a lo largo de los años. Cantidades que pueden llegar a ser realmente relevantes y que, al no considerarse, provocan la sobreimposición de este tipo de ganancias.
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