El Partido Popular ha mentido. Hizo campaña electoral asegurando que no iba a subir los impuestos y una de sus primeras medidas, una vez que Mariano Rajoy fue investido presidente y nombró Gobierno, fue precisamente hacerlo: subió el IRPF en todos sus tramos y el Impuesto de Bienes Inmuebles en un guiño a los ayuntamientos, por lo general, faltos de recursos.
La medida, que se anunció como temporal y que se justificó con los falsos datos de déficit que dejaron los socialistas, no parece haber contentado al gobierno popular, pues ha ido añadiendo otras, como la que ha afectado al Impuesto de Sociedades para las grandes empresas o el reciente anuncio de que incrementará el IVA y los impuestos especiales de la gasolina, el tabaco y el alcohol en 2013. Y como las desgracias nunca vienen solas, el resto de administraciones públicas se ha unido a esta bacanal alcista, elevando las tasas y los precios de los servicios públicos.
El PP tenía alternativa, pero era una alternativa demasiado incómoda para sus propios intereses y los del sistema: la reducción del gasto, del sector público, en definitiva, del Estado. España soporta uno de los más mastodónticos de la Europa occidental. Nuestro país tiene tres millones largos entre funcionarios y trabajadores públicos (para que nos hagamos una idea del tamaño, el sector industrial está en torno a los 2,3 millones), y, de ellos, medio millón de cargos políticos, el mayor número por habitante de toda Europa. Tenemos trescientos mil políticos más que Alemania, que nos dobla en población, y el doble que Italia y Francia, que tienen 15 millones más de habitantes. El gasto conjunto de las administraciones públicas está en torno al 50% del PIB. Y todo ello está soportado por el sector privado.
Las reducciones acometidas y puestas en marcha por el PP están a años luz de las que se debería haber realizado y han generado mucha polémica sobre las prioridades y, para los partidarios del Estado de Bienestar, sobre su conveniencia. El PP ha demostrado cobardía, pues no quiere enfrentarse a los grupos organizados que viven del erario público, entre los que él mismo se encuentra, y prefiere asaltar a los donantes universales, es decir, al ciudadano que consume o ahorra, a las pymes y autónomos, a las clases medias que pagan la gran mayoría impuestos, a los que ya pagan ciertos servicios públicos.
Es comprensible que el votante del PP pueda estar desencantado a los pocos meses de ganar las elecciones. Con ello y con la movilización callejera juega la oposición para socavar el apoyo que el electorado dio a los populares. Pero la izquierda política no es la más indicada para dar lecciones. De la situación actual, tanto económica como social, es culpable ella y sólo ella. Ella ha favorecido y alentado el gasto público, ella ha alentado las burbujas económicas que crecieron bajo su Gobierno, ella ha favorecido políticas que han terminado con cinco millones de parados. Rajoy no se merece de nuevo el voto, pero ¿se lo merece Rubalcaba? ¿Se merecen estos partidos y sindicatos el apoyo de la sociedad civil? ¿Existe realmente una sociedad civil o no deja de ser una serie de organismos que aspiran a recibir subvenciones o ayudas públicas?
Durante décadas, el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular, cada uno a su manera, han desarrollado un Estado social que se mete casi en cualquier aspecto de nuestras vidas. Las políticas sociales han matado la iniciativa privada, los jóvenes prefieren ser funcionarios antes que empresarios. Los movimientos de protesta abogan por un incremento aún mayor del peso de lo público y los grupos que conforman la sociedad civil buscan el apoyo de este ministerio, esa consejería o aquella concejalía.
Y mientras, el sistema se protege a sí mismo de los ciudadanos que lo sustentan. Los políticos caen en el populismo más trasnochado y no dejan de convertir servicios en derechos, dividiendo en tres a la sociedad: dependientes, aprovechados y esclavos. Se incrementa el déficit, cuya verdadera cuantía aún no sabemos a ciencia cierta, y se dispara el endeudamiento público, sin que a los políticos locales y nacionales se les sonroje el rostro. Y entretanto, la burocracia crece para satisfacer las necesidades de una burocracia en expansión.
El camino para salir de esta espiral es evidente, pero cuesta empezarlo. Si no se hace, la sociedad española morirá metafóricamente hablando, dando paso a otra cosa, y cuando alguien venga a diagnosticar la causa de tal deceso, encontrará que ha sido muerte por socialdemocracia, por intervencionismo y porque el finado, en vez de defenderse del cáncer, lo alentaba.
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