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El ominoso expolio de la desamortización

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Durante muchos años se ha considerado a los procesos desamortizadores de Mendizábal y Madoz como un hito de extraordinaria importancia, clave para permitir el desarrollo económico en España. Sin embargo un análisis frío y desapasionado de los acontecimientos nos revela un proceso de expolio a gran escala, organizado con fines de poder y enriquecimiento ilícito, que ocasionó graves daños a la sociedad española y dañó de forma decisiva el derecho de propiedad privada de los bienes inmuebles (BI).

En España, los BI amortizados eran aquellos que presentaban algún tipo de restricción legal a su enajenación, fundamentalmente pertenecientes a la Iglesia Católica, a la nobleza (mayorazgos) o a los municipios (bienes de propios y comunes). Esto no quiere decir que estuviesen fuera del mercado, puesto que eran objeto de arrendamiento y podían ser objeto de compra-venta si, en el caso de los bienes eclesiales, se contaba con el permiso de los Prelados, Abades o Priores, o incluso con una bula papal. Otra característica relevante de algunas de estas propiedades era que solían disfrutar de exenciones fiscales, por lo que fueron vistas con recelo y apetito por unos administradores públicos que precisaban de crecientes fondos con los que poder mantener los gastos corrientes de la Hacienda central y municipal, así como los dispendios bélicos asociados a la política exterior de una potencia mundial.

Con objeto de respaldar la política exterior pro católica de los Habsburgo, la Santa Sede concedió a la Corona española en los años 1523, 1529, 1536, 1555, 1559 y 1570 bulas para poder disponer de parte de los BI de las órdenes militares, además de conceder el permiso para enajenar bienes de iglesias y monasterios en 1551, y de villas, lugares y jurisdicciones, en 1574. Sin embargo dichas enajenaciones apenas sirvieron para sanear la Hacienda Pública, incrementando en cambio la riqueza personal de unos pocos compradores próximos al poder político.

En el siglo XVIII y bajo reinado del rey borbón Felipe V, las necesidades financieras forzaron la firma del Concordato de 1737, en virtud del cual todos los bienes que a partir de aquel momento adquiriese la Iglesia estarían sometidos al tratamiento tributario general, medida que de nuevo resultó insuficiente para resolver las penurias fiscales del Estado. Más adelante, con el ilustrado Carlos III en el trono, tuvo lugar un acontecimiento de notable relevancia: la primera desamortización eclesiástica no negociada con las autoridades religiosas. Todo comenzó con el incremento de la presión fiscal y la liberalización del comercio de granos, lo que indujo una elevación del nivel de precios y las consiguientes revueltas populares. El Gobierno responsabilizó de su organización a la Compañía de Jesús, aprovechando para expulsarla del reino y realizar una expropiación forzosa de sus bienes muebles e inmuebles (Pragmática Sanción del 2 de abril de 1767), los cuales serían destinados a dotaciones de las parroquias pobres, seminarios conciliares, casas de misericordia y otros fines piadosos, previa consulta de los Ordinarios respectivos, (reservándose no obstante el rey el derecho de dictar providencias sobre dicho asunto).

Una segunda desamortización de gran entidad fue llevada a cabo bajo reinado de Carlos IV y gobierno de su valido Godoy, de 1798 a 1808, afectando a los BI de hospitales, hospicios, casas de misericordia y cofradías suponiendo la enajenación de una sexta parte de los BI que gestionaba la Iglesia Católica aunque con el consentimiento del Papa tras el compromiso estatal de otorgar compensaciones en deuda pública al 3%, algo que a posteriori no se cumplió. El resultado final de esta política fue el desmantelamiento de la red asistencial de la Iglesia –la única– y un endeudamiento del Estado aún mayor debido a los dispendios bélicos.

Durante el corto período de gobierno de José Bonaparte (1808 a 1812) se dio continuidad al intervencionismo borbónico en la configuración de los BI y el derecho de propiedad privada de los mismos; de esta forma se procede a expropiar numerosas propiedades eclesiales, algunas como en Madrid al objeto de construir plazas (Oriente, Santa Ana, Los Mostenses, San Miguel), actuando de forma similar en otras ciudades como Sevilla o Valladolid. Paralelamente, las Cortes de Cádiz aprobaban en 1813 una memoria de Canga Argüelles en virtud de la cual se podían expropiar tierras para sufragar empréstitos. Ya tras la Guerra de Independencia, tuvo lugar otro intento desamortizador durante el Trienio Liberal (1820-1823). Sin embargo estas desamortizaciones fueron extremadamente confusas y en términos generales no tuvieron gran trascendencia.

El siguiente hito interventor, clave por sus repercusiones profundas y duraderas, fue el inmenso expolio que supusieron las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz. La primera fue llevada a cabo bajo regencia de María Cristina por su jefe de gobierno José Álvarez Mendizábal (varios decretos de 1835 preparaban legalmente el camino, consumado por los decretos del 19 de febrero y 8 de marzo de 1836), afectando fundamentalmente a los BI amortizados (“manos muertas”) del clero católico regular y en menor medida secular y cuyo objeto declarado era paliar la deuda estatal y crear una clase media mediante la expropiación y posterior venta de tales bienes.

En realidad esta iniciativa política tenía no dos, sino tres objetivos: primero saciar el ansia recaudatoria de una Hacienda Pública extremadamente necesitada de recursos, segundo debilitar la capacidad económica de una Iglesia Católica proclive al pretendiente carlista al trono y, por último, modificar la estructura de la propiedad para crear una clientela política adicta a los liberales. El proceso resultó en raquitismo recaudador y una mayor concentración parcelaria resultado del exceso de oferta y las corruptas adjudicaciones, ocasionando además un fuerte debilitamiento de la influencia eclesial (se desamortizó el 62% de lo que poseía el clero, perteneciendo las tres cuartas partes del 32% restante al clero secular), la destrucción de un abundante patrimonio cultural arquitectónico y artístico y el empeoramiento de las condiciones de vida de los campesinos arrendatarios.

Más adelante, el 2 de septiembre de 1841, Espartero dictó la ley de desamortización de bienes regulares, dando lugar a un proceso que se paralizaría en 1844 con la llegada de los moderados al poder y tras firmar en 1851 un Concordato con la Santa Sede que garantizaba compensaciones y seguridad jurídica. Ya en 1855 y de nuevo bajo gobierno de Espartero, se rompe el acuerdo anterior y se inicia la desamortización de Madoz, de mayor alcance que la de Mendizábal puesto que afecta a los bienes del clero secular, de las órdenes militares, del Estado, comunes, etc. prohibiéndoles además ser propietarios de BI del mismo tipo que los expropiados, todo lo cual ahondó aún más en los perjuicios que ya había ocasionado la desamortización de Mendizábal.

En resumen, las desamortizaciones son un ejemplo paradigmático de ilegítima rapiña en nombre del bien común, algo tanto más paradójico por cuanto también se expolió las fuentes de ingresos de muchos ciudadanos sin tener en cuenta para nada el desacuerdo expreso de sus representantes locales. Debido a la corrupción en las adjudicaciones el Estado no consiguió los ingresos esperados, que para más escarnio fueron destinados a saldar deuda pública (en manos de acaudalados nacionales afines al poder o de extranjeros) o a la construcción de obras públicas de moda (y en no pocas ocasiones ruinosas) como los ferrocarriles. Y el saldo de estas medidas no se quedan ahí puesto que muchos individuos acrecentaron su patrimonio mediante la fraudulenta compra de BI valiosísimos a precio de saldo, antiguos colonos de la Iglesia vieron aumentado el arriendo que exigían los nuevos propietarios y se produjo una incalculable destrucción de patrimonio cultural y artístico, así como el deterioro de la enseñanza y la aparición de hambrunas entre ciertos sectores de la población; eso por no hablar del fenómeno de debilitamiento de la propiedad privada.

Al respecto es antológica la intervención de Claudio Moyano en la discusión sobre el proyecto desamortizador: «La propiedad del clero regular defendía la del clero secular, la del clero secular defendía la de los propios, ésta la de los comunes y ésta la de los particulares. Haced desaparecer estas barreras y poco a poco irán cayendo las diversas propiedades…; un paso más y desaparecerá la propiedad particular». O también cuando afirma: «Si se quiere disponer de los bienes de los pueblos hay que consultarlos. Esto se hizo en el año 1852, y de 2000 respuestas recibidas, solamente 20 querían la venta, y de éstos, sólo seis tenían bienes de propios. Además, ¿es cambio quitar a los pueblos sus tierras, sus prados, sus pinares, sus bosques para darles en cambio un trozo de papel?, si tan bueno es lo que nos dais, dirán los pueblos, si afirmáis que es mejor, ¿por qué no os quedáis vosotros con ello y nos dejáis nuestros campos?»

Después de todo esto, considerar positivo (como se viene haciendo en líneas generales desde hace ciento cincuenta años) el proceso de desamortizaciones es todo un ejercicio de miopía histórica.

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