Fumar tiene su encanto, es placentero y aviva con su humo todo tipo de cónclaves y contubernios. Lo que ha venido sucediendo en los últimos decenios es que el tabaco de calidad y su aroma han cedido frente al cigarrillo y su peste. Siempre existieron dos clases de lugares donde el humo del tabaco definía el ambiente: las salas de fumar de clubes y casinos, y las tascas y tabernas llenas de ruido y tosquedad. En el primer tipo de recintos se imponía la razón de no afectar a terceros sin que éstos quisieran. Conteniendo el fumeteo, ritualizándolo y afinando las calidades del material, no se hacía sino institucionalizar en clave de respeto la limitación de externalidades: dentro eran positivas, mientras que fuera se intuían negativas. Sin embargo, en tabernas y tascas el humo acabó dominando, y la figura del fumador pasivo adquirió en todas partes la condición de paria social, por no tener ni voz ni voto en el asunto. Los fumadores baratos acabaron dominando, incluso entre los ricos, y perdido el gusto por las apariencias, el cigarrillo comenzó su reinado.
Por supuesto que no se trata de prohibir con carácter público e imperativo. Pero lo cierto es que venimos de años donde el fumador desconsiderado hacía de su capa un sayo, y se ponía el mundo por montera cual petroquímica exonerada de asumir sus efectos contaminantes sobre terceros. Se fumaba en el suburbano, en el autobús, en aviones y trenes, también en las aulas. Profesores y alumnos universitarios compartían un ambiente viciado que impregnaba sus ropas y espíritus. El tabaco era señor todo poderoso y ¡ay! de quien se atreviera a pedir respeto, contención o prudencia. Si te molesta el humo, cámbiate de sitio.
Este tipo de conductas tienden a ser coartadas gracias a la espontánea reprobación de cada vez más individuos, convencidos de que están en su derecho cuando piden a los fumadores que no propaguen su polución en ambientes compartidos. Como reflejo de este anhelo o preferencia, aquellos actores dedicados al servicio colectivo, de transporte, espectáculo, bebidas o viandas, toman nota y optan por ofrecer también un producto desintoxicado. Zonas de no fumadores, o zonas de fumadores, que es lo propio. Otras emisiones, quizá más naturales, han sido paulatinamente proscritas de entre aquellas reglas que gobiernan el decoro social y las buenas maneras. Con el tabaco no ha existido semejante proceso de aprendizaje e interiorización de límites. El humo, como decía, ha dominado en lo público salvo contadas excepciones y sólo la prohibición ha logrado expulsarlo de recintos donde, hoy en día, a cualquiera le resultaría extraño y fuera de lugar.
Algunas culturas arrastran una mayor consideración, pero la nuestra obedece a un "sálvese quien pueda" unido a la típica crispación del conductor que no aguanta ni una: los fumadores patológicos son tan egocéntricos que rara vez asumen o entienden la posición del otro.
El Estado maternal se dedica a propagar a través de la imposición un arbitrario criterio de urbanidad, que queda unido a cierta definición del tipo ideal de ciudadano cortés. Bajo el escudo de la salud (junto con el genérico de la seguridad, el mito más potente manejado por el estatismo), trata de convencer al reticente para que acepte la máxima de que toda medida de restricción se hace por su bien. El bien de todos y la garantía de un respeto artificial, forzoso y bajo pena de apremio desconsiderado sobre sus bienes, e incluso sobre su persona. Bajo tales tópicos y falsedades actúa el Estado cuando de disciplinar la conducta de sus súbditos se trata. Pero a pesar de la crítica, admitamos que en este concreto ámbito no le ha ido tan mal como podría parecer en un primer momento: los no fumadores, felices en un mundo sin humos (de tabaco), y los fumadores, muchos de ellos tremendamente agradecidos por haberles conducido a dejar de fumar como propósito de año nuevo. Ciudadanos mediocres y lastimeros que, por sí mismos, se creen incapaces tanto de hacer valer su dignidad como de afrontar o asumir con respeto sus propios vicios. En esta sociedad amodorrada siempre se aguarda a que irrumpa el Estado y haga del mala trago algo mucho más llevadero. ¿Obligará algún día la ley a no abandonar el gimnasio antes de finalizar el mes de enero? Muchos lo estarán deseando, no me cabe la menor duda al respecto.
La conclusión es la que sigue. El imperio del cigarrillo era excesivo y abusivo, pero el imperio de la ley no es la mejor manera de disciplinar la sensibilidad, la mesura o contención de los individuos. Sea como fuere, el resultado evidente, al margen del desastre que ha supuesto para los hosteleros emprender reformas en sus locales que ahora resultan irrelevantes, es que la mayoría de la población, abiertamente o con la boca pequeña, agradece el palo legislativo. Unos porque quieren dejar de fumar y creen que no pueden. Otros porque, siendo en general incapaces de defender abiertamente su propia dignidad en el ejercicio de pedir respeto a los fumadores desconsiderados, se agazapan detrás del Estado como cobardes y delatores. El resultado final es que se refuerza el espíritu de dependencia y debilidad individuales frente a un Estado cada vez más maternalista. Al mismo tiempo, se refuerza y extiende entre los ciudadanos esa vieja y falaz convicción hobbesiana sobre el poder absoluto y su aparente condición como presupuesto necesario para que la convivencia sea posible. Más Estado, menos libertad, equivalen a una endeble moralidad. Los éxitos del prohibicionismo definen la categoría de los grupos humanos.
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