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Aborregados

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Es por nuestro bien, nos dicen, como lo son todas las prohibiciones. Así gastamos menos. ¡Pero si no queremos gastar menos, queremos llegar antes! Rebajan el límite de velocidad y nos hablan del torrente de beneficios que caerá sobre nosotros por ajustarnos a los 110, como si no tuviese un coste. Cuanto más lento conduzcamos, más tiempo estaremos conduciendo y menos en los sitios donde queremos llegar. Es decir, que disponen de nuestro tiempo como disponen de todo lo que nos pertenece, con toda la libertad que a nosotros nos niegan.

Libertad Digital, por no perderse a sí misma, ha recordado varias de las prohibiciones de Zapatero. Para los socialistas, tomarse una hamburguesa acompañada de un vino, con el humo intercalado del tabaco y en un chiringuito es poco menos que un acto de rebeldía sancionable con largos años de cárcel. Ir a 120 por hora es una temeridad de lo más reaccionario, pero no permitirán que vayamos ni a 40 si es para llevar a nuestros hijos a un colegio en el que haya crucifijos. Si a este cuadro le añadimos la afición por los toros o sintonizar ciertos canales, el Gobierno nos acabará mandando a un centro de reeducación.

No, no hemos llegado a esto último. Pero convendrán conmigo en que tampoco es necesario. El español, se ha dicho siempre, es una persona amante de la libertad, reacio a aceptar según qué imposiciones, como demuestran en la historia hechos como el motín de Esquilache o la presencia masiva del anarquismo. Orgullosos y conscientes de sus derechos, los españoles montan un Fuenteovejuna cuando el poder se excede y cae en la arbitrariedad, el capricho y el atropello. Individualista, ácrata, aferrado a lo que considera suyo en justicia y amparado moralmente por el aprecio al honor y por el respaldo divino si se obra con recta razón, el español no teme enfrentarse al poder.

Todo esto nos hemos dicho de nosotros durante mucho tiempo. Como si el carácter emergiese del suelo patrio o se heredase junto con la lengua y algunas pocas costumbres que son a la vez comunes e inalterables. Hoy todo es alterable y lo común es objeto de permanente menosprecio. Será eso, será que en realidad hemos sido más cortesanos que ciudadanos, será que nos hemos acostumbrado a que el Estado nos mate suavemente con su canción. O simplemente que no hay carácter nacional que mil años dure. Pero lo cierto es que nos hemos acostumbrado a que hagan y deshagan en nuestra vida, a vivir con coerciones e imposiciones, con admoniciones y sugerencias del poder, y aquí no pasa nada. Somos una sociedad adocenada y aborregada. Digamos adiós al viejo español.

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