La última ciencia omnisciente en caer es la económica. La infalibilidad de las ciencias físico- naturales y su aparente resistencia a la incertidumbre o a otras contingencias desapareció con la trinidad de la metodología Popper, Lakatos y Khun. Las ciencias sociales del mainstream, no obstante, hicieron oídos sordos a las inconsistencias del método científico y continuaron con su doble pretensión de dotarla de una expresión lógico-matemática y de la arrogancia predictiva.
Mucho antes del actual momento económico, las ciencias sociales, pretendidamente exactas, habían demostrado su incapacidad para cumplir sus propias expectativas. Pero ya en la actual Gran Depresión, la distancia entre la pretendida ciencia y la realidad se hizo mucho más patente. Ni las matemáticas pueden ser una salida científica a las ciencias sociales ni la estadística ser más que un registro del pasado incapaz de anticipar sucesos. Echando mano de una analogía matemática, sin ánimo de exactitud numérica, podemos decir que la capacidad predictiva de una teoría es inversamente proporcional a la soberbia intelectual que haya en ella. Por el contrario, la aceptación de unos pocos principios básicos no pretenciosos acerca de la acción humana permite establecer algunas previsiones de tendencias, siempre modestamente formuladas. Por lo general, este modo de prever es más certero que la arrogancia de la predicción.
Esto es lo que diferencia a la corriente principal de la economía del modelo austriaco. Este se basa en cierto número de teoremas sobre la acción humana, sistematizados en su casi totalidad por L. V. Mises, que parten de un sencillo axioma más lleno de sentido común y de lógica práctica que cualquiera de las formulaciones de la ciencia económica del mainstream: el hombre actúa intencionalmente para pasar de una situación incómoda a otra relativamente más cómoda según su percepción. Para ello utiliza medios que son escasos y ha de ejercer permanentemente un acto de valoración en el que tales medios son sopesados en función de los fines que el individuo persigue.
La elección de fines, dice el paradigma austriaco, es siempre subjetiva, y esa subjetividad conlleva dos rasgos: es limitada y maneja siempre información limitada y sesgada, por un lado; hay siempre una incertidumbre/ignorancia inevitable. La ignorancia persistente y la subjetividad tienen como cara alterna que la información y el conocimiento no se hallan ni se hallarán jamás concentrados de manera completa ni en políticos, ni en expertos, ni en visionarios. Tan solo un sistema social abierto donde los individuos sean libres para captar los conocimientos que deseen y para gestionarlos cooperativa y creativamente puede obrar el milagro de dar prosperidad a cada vez más gente.
Para que tal cosa ocurra, en un mundo de siete millones de habitantes, es preciso que la función empresarial, es decir la acción humana especializada en buscar el beneficio subjetivo (tan empresaria es una acción solidaria o de beneficencia como la compraventa de un inmueble o la adquisición de un ordenador personal para preparar unas clases) coordinando recursos, sea libre. La soberbia de pensar que esa coordinación social puede hacerse desde instancias coactivas solo puede aumentar el riesgo de consolidar el error. No es que la empresarialidad, que actúa en la institución del mercado, no cometa errores, sino que la libre acción de individuos y firmas, que al aportar conocimientos y descubrimientos variados, los elimina con rapidez.
Lo dicho anteriormente nos lleva a vincular expresamente dos errores: la arrogancia fatal y la coacción. La posibilidad de obligar a otros individuos para llevar a cabo los propios planes constituye un incentivo determinante para la arrogancia. Y es que, al igual que la inflación crediticia induce a concebir irreales planes de negocio, el recurso a la coacción institucional aporta medios fáciles a políticos y funcionarios que les llevan directamente al error y a la persistencia del mismo.
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