Caldeos y asirios, pueblos procedentes de la antigua Mesopotamia, llevan viviendo en lo que hoy es Irak desde los tiempos del Imperio Babilónico; ahora, en concreto en la región de Nínive, donde la Biblia sitúa el Edén. Son cristianos desde los primeros tiempos; cristianos católicos u ortodoxos. No son ningunos recién llegados, como dicen los árabes islamistas que pretenden acabar con ellos en una operación de limpieza étnico-religiosa de extrema crueldad. Son semitas, hablan arameo y, ya digo, llevan en esa tierra desde los tiempos de Hamurabi.
A pesar de las consideraciones históricas que refrendan su derecho a vivir donde han vivido siempre, los cristianos de Irak están siendo expulsados de sus tierras. Según la ONU, la mitad de la comunidad cristiana abandonó el país tras la intervención militar internacional desarrollada en 2003 para derrocar a Sadam Husein.
El Irak actual, sometido a un conflicto político-religioso entre las dos principales ramas islámicas que sigue dejando centenares de víctimas en ataques terroristas, y con una Constitución que consagra el islam como religión oficial, es un lugar en el que la caza del cristiano y los ataques a sus lugares de culto son casi un divertimento para los grupos islamistas más fanatizados, que el débil Estado iraquí se muestra incapaz de controlar. El atentado contra la Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de Bagdad, a finales de 2010, perpetrado por cinco islamistas mientras se celebraba la Santa Misa, que costó la vida a 57 personas y dejó decenas de heridos, fue el detonante para que las autoridades religiosas decidieran promover el traslado de los fieles a Nínive, una especie de vuelta al Paraíso, simplemente para poder sobrevivir.
Desde entonces, las comunidades cristianas reclaman la creación de una región autónoma en esas llanuras de bíblicas resonancias, único lugar en el que pueden sentirse seguros gracias a la proximidad del semiindependiente Kurdistán iraquí, con sus propias fuerzas de defensa y combate. En apoyo de su demanda esgrimen un argumento estratégico: tal región podría servir de amortiguadora de tensiones entre kurdos, suníes y chiitas, que se disputan el control efectivo de la zona. Pero hasta el momento el Parlamento iraquí no ha prestado demasiada atención a este asunto.
La idea de que Nínive se convierta en una especie de gueto cristiano paraliza cualquier decisión de las autoridades nacionales, cuya capacidad para imponer su criterio, en todo caso, sigue estando en entredicho, pues Irak sigue siendo altamente volátil. Los cristianos, en cambio, lo tienen perfectamente claro: antes vivir en un gueto que seguir siendo exterminados por el odio religioso de sus vecinos, inflamado por Irán y Arabia Saudí en el contexto de la guerra milenaria que libran chiíes y suníes.
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