Trasladémonos a febrero de 1983. Mes y medio antes acababa de tomar el poder el primer Gobierno socialista de la democracia. Había cierto recelo hacia la clase empresarial y no creían que el indudable atractivo de Felipe González fuera suficiente para metérsela en el bolsillo.
De modo que tomaron una medida de legalidad más que dudosa, pero que dejaba claro quién mandaba aquí. Fue un acto de poder, ya que no de autoridad. El mensaje era obvio y llegó al último rincón de la clase empresarial. Fuera bromas. Usted ya sabe con quién está hablando.
La situación no es exactamente la misma con Endesa, ya que para cuando llegó Zapatero al poder no existía ese recelo mutuo. Pero no quiere ello decir que el Gobierno no quisiera hacer valer su mensaje de que nadie se le puede enfrentar desde la empresa sin consecuencias. Un editorial de un diario afín se refería a E.On hablándole de "el daño que les puede causar" el Gobierno.
Desde entonces hasta ahora hemos tenido una clase empresarial con una valentía y un arrojo por demostrar, limpios como una patena por no haberse tenido que emplear en la batalla. Una virtud que se le supone, como al soldado, pero que no llega a dar la última batalla. Como las eternas promesas del deporte.
No es que no haya excepciones, claro está. Pero lo cierto es que la independencia es un bello ideal cuando la ley que te protege puede cambiar en cualquier momento, a merced de los humores del Ejecutivo. Si un cambio en las subvenciones puede descuadrar el mejor balance, si el cambio más sutil en la prolija regulación puede hundirte o encumbrarte, si la única regularidad de las normas fiscales es el cambio, hay que poner una vela al consumidor y otra al Gobierno.
Quizás aquella idea de que imperen normas abstractas, iguales y predecibles no sea tan mala.