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Ingreso Mínimo Vital: fraudes, vecinos y lo que diferencia una ayuda de una excusa

Publicado en Libertad Digital

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Empezamos donde lo dejamos el pasado domingo: «A medio plazo, el éxito del Ingreso Mínimo Vital debería medirse por la cantidad de personas que deja de necesitarlo. Que crezca el número de potenciales beneficiarios no es un logro, es un fracaso».

Los estados del bienestar están empedrados de buenas intenciones. Y los debates sobre cualquiera de sus medidas terminan demasiado a menudo girando en torno a si uno está a favor o en contra de las mismas. Pero la vara de medir debería ser la de los resultados.

En el Ingreso Mínimo Vital (IMV) la clave estará en si se convierte en un atajo hacia el mercado laboral, una ayuda para que aquellos que no tienen casi nada (ni siquiera recursos para empezar a buscar un empleo) o han sido golpeados por la fortuna se reincorporen a una vida funcional; o si se transforma en un subsidio a la pobreza, que la cronifica y consolida.

Y aquí, antes de empezar, un apunte clave: los impuestos y las subvenciones funcionan, en primer lugar, como un incentivo. Esto no quiere decir que haya que eliminar de un plumazo unos y otras (ése es otro tema), pero sí que lo tengamos en cuenta para cualquier debate mínimamente honesto.

¿Los impuestos al tabaco hacen que fumemos menos? Sí, es evidente: o que fumemos tabaco de liar, porque es más barato, o que lo dejemos por completo. ¿Y los impuestos al trabajo?

¿Las subvenciones y los planes Renove ayudan a que haya más operaciones de compraventa de coches? Pues sí, quizás sean ese empujón que necesitamos para adelantar el cambio un par de años. ¿Y las subvenciones por no hacer nada?

Y que conste que lo digo sin estar radicalmente en contra del IMV. Este Gobierno ha aprobado todo tipo de medidas absurdas. El IMV, al menos, se ha planteado con cierta racionalidad y con la promesa de control y análisis. Pero no nos engañemos: sigue siendo una subvención a la pobreza y, casi siempre, cuando subvencionas algo… acabas teniendo más de ese algo, al menos si no compensas la subvención con alguna medida en sentido contrario. Por ejemplo, ¿esa obligación a aceptar un empleo que se ha caído del texto final?

El desincentivo

Me contestarán: «Todos queremos sentirnos útiles y todos queremos ganar más» que esos 5.538 euros al año (462€/mes) que el IMV prevé para un adulto soltero (ver tabla a la derecha con todas las cifras – click para ampliar). Y es cierto: si no todos, casi todos. El mercado laboral puede actuar como el mejor de los desincentivos… si actúa.

Esto, que es clave, apenas está en el debate. Se habla del IMV como si fuera un cuadro colgado en un museo: ¿te gusta o no? Pero este tipo de políticas son más bien como una tela para un sofá: el juicio sobre su idoneidad depende de lo que tengan alrededor. En este caso, ese entorno es un mercado laboral funcional.

En un país con un salario medio de 3.000-3.200 euros y en el que un empleado no cualificado esté rondando los 2.000 euros al mes, un IMV de 462€ actúa más como red de seguridad que como excusa para quedarse en casa. En otro país, con salarios medianos de 1.300 euros y muchos sueldos en el entorno de 700-800€ puede que las consecuencias sean opuestas. El IMV puede ser el mismo (como la tela del sofá) pero los resultados no tendrán nada que ver (porque en un salón queda perfecta y en otro es un horror).

Lo mismo ocurre con la legislación laboral: ¿Las normas que regulan las relaciones ente empresarios y trabajadores permiten que los de menor empleabilidad (parados de larga duración, población no activa, jóvenes sin experiencia, trabajadores no cualificados) tengan alguna opción de incorporarse o es más bien un muro que se lo impide?

Y, por supuesto, influirá la tasa de paro: si hay oportunidades, el IMV puede ser una ayuda para aprovecharlas. Si estamos otra década en tasas de doble dígito, se puede convertir en una forma de vida.

En este punto, el IMV algunas de cal: la obligación de figurar como inscrito como demandante de empleo (un requisito que obligará al menos a que los servicios públicos de empleo tengan en el radar al beneficiario) y un esquema que permitirá compatibilizar la ayuda y el salario cuando se encuentre un empleo (para que decir que sí a ese trabajo sea más fácil).

Pero también algunas de arena: será 100% compatible, y no complementario hasta un tope como se había dicho al inicio, con las rentas autonómicas, lo que podría subir bastante los ingresos del receptor (otra vez, ¿qué estamos subvencionando y a cuánto asciende esa subvención?); y no será obligatorio aceptar los empleos que les ofrezcan a los beneficiarios para mantener la ayuda (si es que les ofrecen alguno, que eso habrá que verlo, sobre todo si la efectividad de los servicios públicos de empleo y su colaboración con las agencias privadas siguen funcionando como hasta ahora).

En resumen, pocos controles y pocas obligaciones para los receptores. Y un mercado laboral disfuncional y con una tasa de paro que no veremos por debajo del 15% en unos cuantos años. No sé si éste era el IMV que Escrivá tenía en la cabeza desde el inicio o si ha tenido que aceptar las exigencias de Podemos para relajar la condicionalidad. Pero a primera vista hay demasiados flecos como para ser optimistas sobre los resultados.

El fraude y el vecino

Hasta aquí, el análisis en el que los economistas están cómodos: incentivos, normativa laboral, encaje con otras ayudas, controles… Pero detrás de cada ayuda hay un reverso: el del fraude. De esto casi nunca hablan los promotores cuando presentan una medida. Es el elefante en la habitación que se evita.

Y, es más, cuando hablan es para referirse al fraude puro, el más visible pero quizás no el más pernicioso. Me refiero al fraude que todos tenemos en la cabeza: un tipo que trabaja en negro y cobra el subsidio; tanto si lo hace por su cuenta (haciendo chapucillas en el pueblo) como si trabaja para otro que cada mes le pasa un sobre (esto cada vez es menos habitual salvo en algunos sectores muy concretos). Está mal y siempre, cuando se aprueba una nueva ayuda, el ministro de turno asegura que se perseguirá. Lo que nunca se explica es cómo, porque es complicado. Y, aquí sí, el incentivo es terrible: si puedes ganar 800-900 euros con esas chapucillas y al mismo tiempo cobrar el IMV, la tentación será enorme.

Pero me preocupa más el segundo tipo de fraude, el que no es ilegal, sino moral: el tipo que podría trabajar, tiene una oferta, pero prefiere quedarse en casa y seguir cobrando la subvención. Aquí volvemos al epígrafe anterior y a la no condicionalidad para recibir la ayuda.

En cualquier caso, en los dos tipos de fraude hay un aspecto fundamental que casi nunca se menciona: la aceptación social del mismo. Sí, la mirada y el juicio de tu vecino. ¿Qué piensan los demás de ti y cómo afecta eso a tu conducta? Ésta es una de las discusiones más interesantes que economistas y sociólogos mantienen desde hace años. Y no tiene tanto que ver con el diseño de las ayudas, como de la perversión de las mismas por un cambio en la percepción social.

Resumiendo mucho (con el riesgo de simplificación que eso implica) podríamos explicar este debate de la siguiente manera: en las últimas décadas, en algunos de los países más prósperos del mundo, se ha disparado el número de solicitantes de determinadas ayudas y el tiempo que permanecen cobrándolas estos beneficiarios. Es algo que no puede achacarse al diseño de las medidas (que, en muchos casos, no han cambiado) ni a las condiciones del mercado laboral (en países como EEUU, estábamos viendo tasas de paro históricas… por lo bajas). Lo que ha cambiado, aseguran algunos autores, es la actitud del receptor y de los que le rodean. Antes, era vergonzoso vivir sin trabajar; ni uno lo quería ni los demás lo aceptaban. Por eso, la ayuda era realmente eso, un empujón para volver a la normalidad, porque nadie quería estar cobrándola un minuto más de lo necesario. Ahora, lo que se ha normalizado es la situación del perceptor que vive del Estado. Éste se ha acostumbrado y aquellos que tiene alrededor, también. En los países nórdicos, por ejemplo, hace años que se están preguntando si puede mantenerse el estado del bienestar clásico si cambian los parámetros morales que lo sostenían en sus inicios. Porque, además, por muy bien diseñada que esté una subvención, por muchos controles y requisitos que tenga, al final es casi imposible taponar todas las rendijas por las que se cuela el fraude (los dos tipos de fraude).

Aquí muchos señalan a la inmigración: y, sin entrar en la caricatura facilona, es cierto que algunos de estos problemas de orden social-cultural-laboral están más presentes en algunos colectivos (no en otros, pensemos por ejemplo en los chinos y otros inmigrantes de origen asiático, que en muchas ocasiones tienen tasas de empleo y actividad superiores a cualquier otro grupo de población). Pero sería un error centrarse en los extranjeros. El cambio en la percepción social es común al conjunto de la sociedad. De hecho, en ocasiones parece que lo que molesta del inmigrante no es que reciba la ayuda… sino que le quita esa posibilidad (recibir la ayuda a cambio de nada) a un nacional que estaba deseando ocupar ese sitio.

Y otro aspecto del que no nos gusta hablar, porque intuimos la respuesta: cuánto tiempo puede permanecer alguien en esa posición antes de que su situación sea irreversible. ¿Puede una persona-familia que vive durante 10-15 años de una ayuda pública reincorporarse al mercado laboral con alguna posibilidad de éxito? El trabajo no es sólo, como a veces se plantea, una cuestión de conocimientos técnicos. Eso también. Pero hay muchos empleos que se pueden aprender en poco tiempo. Lo que determina el éxito tiene mucho más que ver con otras cualidades (puntualidad, responsabilidad, constancia…). Y sí, estas cualidades en parte dependen de la persona y de su voluntad. Pero no sólo: también se trabajan y se perfeccionan con su uso diario. Todos lo hemos experimentado en alguna ocasión, tras estar un tiempo desempleados o tras unas largas vacaciones (o tras un confinamiento durante una pandemia): recuperar las rutinas no es sencillo y cuesta. Pues bien, ahora imaginemos a alguien que lleva así 5-6 años. ¿Qué hacemos para impedir que sea irrecuperable?

Murray y Cowen

Estas semanas de confinamiento me han servido para leer quizás los dos ensayos a los que más ganas tenía desde hace años. Esos libros a los que estás deseando meterles mano pero por una razón u otra vas retrasando: The complacent class, de Tyler Cowen (creo que hay traducción al castellano) y Coming apart, de Charles Murray. Por cierto, antes de nada, las expectativas se han cumplido: son los dos excepcionales.

Y aunque los temas que tratan son muy diferentes, los dos tienen aspectos en común y son muy útiles para el debate que deberíamos tener sobre el IMV y, en general, sobre el conjunto de ayudas y el diseño del estado del bienestar. Es cierto que los dos se centran casi en exclusiva en EEUU, pero no creo que eso sea en sí mismo negativo: nos da perspectiva para discutir sin entrar en el «y tu partido más» que paraliza cualquier conversación sobre la situación en nuestro propio país.

Cowen, por ejemplo, alerta sobre la «complacencia-parálisis» que amenaza a la sociedad americana (imaginen si mirase a la europea), cada vez menos dinámica, más miedosa y reacia al cambio, con más individuos dominados por el temor a perder lo que tiene, incluso aunque sea poco. Y plantea una curiosa reflexión: tanto para los ricos como para los pobres, las estadísticas muestran que la movilidad geográfica es buena. En general, aquellos que se arriesgan, cambian de domicilio y buscan mejores oportunidades, acaban con mejores empleos, lo que les capacita para ofrecer un futuro mejor a sus familias:

La ‘brecha de movilidad’ [diferencia en los ingresos entre aquellos que se mudan y los que no] ha estado creciendo desde 1980. Es complicado discernir si la inmovilidad geográfica es la causa del estancamiento de los ingresos o, al revés, es el estancamiento de los ingresos lo que causa la falta de movilidad; pero probablemente hay algo que empuja en las dos direcciones. (…) [En las últimas décadas], pobreza e ingresos bajos han pasado a ser de una razón para cambiar de domicilio en busca de nuevas oportunidades, a ser una razón para no moverse.

Quizás en el caso español-europeo nunca ha habido (al menos no de forma tan habitual) esa movilidad geográfica tan habitual en EEUU a mediados del siglo XX. Pero sí creo que estamos asistiendo a un fenómeno en el que determinadas políticas nos empujan a la parálisis (quizás porque no sabemos si, cambiando de situación, las perderemos) más que nos sirven de impulso para salir adelante.

En el caso de Murray (por cierto, recomendación absoluta: creo que es el mejor libro sobre el tema he leído nunca), se centra más en esas dos sociedades que están surgiendo en EEUU, no divididas, como a veces se plantea, por raza o etnia, sino por actitudes y valores. Y sí, los ingresos pudieron influir en un inicio, pero ahora los cambios van mucho más allá. Murray, que comienza su relato en los años 60, deja algunos datos sorprendentes. Por ejemplo, en 1963, «el 98% de los hombres de 30-49 años declaraban formar parte de la población activa, bien porque tenían un empleo o porque lo estaban buscando». Pues bien, entre los hombres blancos (ya decimos que el problema va más allá de la raza o la procedencia) de 30-49 años con estudios universitarios, esa cifra sigue más o menos donde estaba hace cinco-seis décadas; pero si cogemos a los que no tienen estudios superiores a secundaria el porcentaje de los que permanecen fuera del mercado laboral (ya no es que estuvieran en paro, es que ni siquiera buscaban un empleo) va camino del 15% y en algunos colectivos y regiones supera esa cifra:

Un porcentaje creciente y sustancial de hombres blancos de mediana edad está fuera de la población activa sin una razón obvia que lo explique.

Hablamos de personas de 30-49 años, el que debería ser el período central de una carrera laboral, en el país que más oportunidades ofrece del mundo, con un mercado laboral que salvo en los años 2008-2012, ha mantenido tasas de paro muy reducidas. ¿Por qué? ¿Qué podemos esperar los demás países?

Y no es sólo una cuestión de medios de subsistencia. También de valores y de una cultura (subcultura) que va formándose y que es muy complicado cambiar una vez que se ha consolidado. Murray asegura que lo que da sentido a la vida no es sólo tener los ingresos para evitar una situación de necesidad, sino ser capaces de obtenerlos por nosotros mismos. Y ahí sí, señala al papel del Estado y advierte:

Cuando el Gobierno interviene para ayudar, ya sea en el formato de estado del bienestar europeo o en la versión más diluida presente en EEUU, no sólo merma nuestra responsabilidad hacia el objetivo deseado, sino que debilita las instituciones (familia, empleo, asociaciones civiles de ayuda…) a través de las cuales la gente vive una vida satisfactoria.

Empezamos hablando del IMV y acabamos con un autor norteamericano libertario, como Murray, alertando sobre un Estado que nos debilita, a nosotros y a las instituciones que nos rodean. Creo que hay muchas formas de plantear un Ingreso Mínimo. Pero fijarse sólo en la cuantía de la ayuda o en su efecto en las estadísticas de desigualdad es un pésimo inicio. La clave es para qué servirá. Lo apuntábamos antes: ¿está diseñado para ser una ayuda o una excusa? Escrivá nos ha prometido que ofrecerá datos a los investigadores para que evalúen el desempeño del IMV. Pero hasta dentro de 10-15 años será imposible analizar con precisión cuál ha sido el efecto del programa. Y eso sin contar que muchos otros aspectos influirán en el mismo, por lo que será imposible saber con certeza que habría pasado con otro modelo. El problema, además, es que cuando tengamos esas cifras, análisis e informes, puede que ya sea demasiado tarde.

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