La reforma de las pensiones presentada este lunes por Fátima Báñez tiene una virtud. Posiblemente se trata de la primera vez que un Gobierno español admite la necesidad de introducir algún tipo de elemento que garantice, internamente, el equilibrio financiero del sistema. Y es cierto: si se aplican los dos factores de equilibrio incluidos en la propuesta del Ejecutivo, se evitará la quiebra de la Seguridad Social.
Eso sí, convendría también que el Ejecutivo explicase claramente a los españoles que esto se conseguirá a costa de reducir las prestaciones que cobrarán en un futuro. Es inevitable y probablemente la mayoría de los trabajadores actuales ya lo han asumido. Pero no estaría de más que la ministra aclarase que un pensionista del año 2040 que haya cotizado lo mismo que su padre cobrará bastante menos de lo que su progenitor gana en la actualidad.
El sistema está condenado. Esto no quiere decir que vayan a desaparecer las pensiones públicas. Probablemente nunca lo harán. Será muy difícil que los políticos acaben con un modelo que les entrega el control de la paga mensual de más de nueve millones de jubilados. Siempre habrá cotizaciones, y con ellas se pagarán las pensiones. La pregunta no es ésa, sino cuánto habrá que cotizar y a cambio de qué prestación.
Los defensores del actual modelo repiten que hace ya veinte años que se advierte de la quiebra de la Seguridad Social, sin que ésta se haya producido. No puede haber un argumento más falaz. Cada poco tiempo se recortan las promesas hechas a los trabajadores: se retrasa la edad de retiro, se complica el acceso a la jubilación anticipada, se exigen más años de cotización para cobrar el máximo o se amplía el período de cálculo de las pensiones. Es decir, quiebra parcialmente el sistema para evitar que el edificio se derrumbe por completo.
Por todo esto, tenemos que asumir que, con el número de trabajadores y el número de jubilados que habrá en 2040, no habrá margen para pagar unas pensiones que, como las actuales, supongan más del 80% del último sueldo cobrado. Es decir, que los actuales cotizantes deberíamos saber que, si queremos mantener nuestro poder adquisitivo cuando nos retiremos, tendremos que ahorrar. Y no estaría de más que los políticos lo reconociesen.
Es evidente que la transición desde un modelo como éste de reparto a uno de capitalización no será fácil. Alguien tiene que pagar las pensiones de los actuales jubilados, y si las cotizaciones presentes se dedican a llenar los fondos de ahorro individuales, habrá que sacar el dinero de algún otro sitio. Incluso se puede llegar a entender, aunque no se comparta, que ningún gobierno quiera meterse en este fregado. Pero lo que no tiene perdón es que ni siquiera se intenten otras alternativas.
Suecia estaba hace veinte años en una situación similar a la española. Y allí sus políticos sí tuvieron la valentía de comenzar una reforma de verdad, de las que cambian los fundamentos del modelo. La mezcla de un sistema de cuentas nocionales con una pequeña parte de capitalización ha obrado un pequeño milagro. Las pensiones están más aseguradas; los nuevos jubilados tienen más control sobre su prestación y toman decisiones que influirán en su futuro al margen de sus políticos; y ha aumentado el ahorro privado, con benéficas consecuencias sobre todo la economía del país nórdico.
Nada hace indicar que nadie en España se esté planteando nada parecido. Dentro de 20 o 30 años, llegarán las consecuencias. Y golpearán especialmente a los pensionistas de menos poder adquisitivo, los que menos cultura financiera tienen, y menos capacidad de ahorro a lo largo de su vida laboral. ¿Dónde estarán entonces nuestros políticos y todos esos demagogos que gritan en las tertulias lo mucho que les importan las pensiones públicas?