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Usted también puede ser una niña de ocho años

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Si cualquiera puede ser un niño, todos podemos gozar de la protección de las leyes a la infancia.

Apenas tenemos noticias de la vida de Joseph Gobrick. Sí conocemos que nació en 1974 y que, en virtud de la fecha de tal acontecimiento y del cómputo del tiempo, tiene 45 años. También sabemos que Joseph es un hombre. Nos lo indica la convención del nombre, pero nos lo confirma su aspecto exterior. Aunque incluso estos escuetos datos están en entredicho nada menos que por el propio protagonista, quien ha declarado, con solemnidad y ante un tribunal, que él es una niña de 8 años.

La solemnidad del momento y la relevancia penal que tienen las declaraciones ante un juez no le otorgan a las palabras una correspondencia con la verdad. Vamos, que Joseph Gobrick mintió al juez. ¿O quizás dijo la verdad?

Gobrick fue detenido en 2018 cuando unos testigos vieron que una joven de 17 años que había abandonado el hogar vivía en su casa. La Policía acudió a su domicilio, e inspeccionó su casa. Y allí encontró multitud de imágenes pornográficas con menores. Durante el juicio renunció a contar con el apoyo de un abogado, y optó por defenderse él mismo ante las acusaciones del fiscal. Además de informar al Tribunal sobre su edad y su sexo, Gobrick declaró ante el juez que la posesión de pornografía infantil está amparada por la Primera Enmienda. Dudo, en principio, que si Gobrick incide en este argumento en sucesivas apelaciones llegue con él hasta la Corte Suprema.

La niña Gobrick puede resultar mendaz a nuestros ojos, pero lo cierto es que no habla en vacío. Hay una ideología que señala que el género es una construcción social, que como tal es arbitraria, y que el individuo puede elegir por tanto a qué género pertenezca. A su vez, esta idea no pende de sí misma, sino que se ha cultivado en el nido del “constructo social”: la concepción de que las instituciones son fruto de un invento, son creaciones originales ideadas por alguien, e impuestas a la sociedad. Como tales, son perfectamente arbitrarias, y no cumplen una función social. En todo caso, sirven a unos intereses específicos que son capaces de imponerlas al resto de la sociedad.

En esas condiciones, la labor de los intelectuales consiste en señalar el origen específico de cada institución, señalar a sus autores y los beneficiarios de tal invención, mostrar a su vez los mecanismos sociales que generan y, en definitiva, las víctimas de este constructo social. En una segunda instancia, estos intelectuales, desde el poder, tienen la misión de guiar un cambio social por medio de la imposición de nuevos constructos sociales, ahora ya liberadores, y que crearán las bases de una nueva sociedad.

Es una idea en el mejor de los casos ingenua sobre el modo en que surgen las instituciones en la sociedad. Lo poco que sabemos al respecto apunta exactamente en un sentido opuesto: son el fruto no buscado de la interacción social, un conjunto de prácticas que, cuando se inician, no pueden prever todas las consecuencias que tendrá su adopción, y que si sobreviven es porque sirven a multitud de personas en circunstancias futuras e imprevisibles, a lo largo de un período superior al de una o varias generaciones. Es sólo a posteriori, y muy probablemente de forma imperfecta, cuando se pueden reconstruir las circunstancias en que se desarrollaron, y la racionalidad inmanente de esas normas. Es un error pretender reconstruir por completo la lógica de esas normas, y otro aún mayor suponer que es esa razón está en el origen de las mismas instituciones.

Por otro lado, la idea del constructo social es profundamente antisocial. Las normas e instituciones son creaciones de la mente humana, arbitrarias, y quedan completamente desligadas de la dinámica social más que por sus efectos. No están asidas a las necesidades de un grupo humano, ni responden a las circunstancias del mismo; no hay detrás de ellas un proceso genuinamente social, sino la invención de unos cuantos.

Que la teoría del constructo social es falsa lo demuestra el hecho de que nunca encuentran la pistola humeante. Imagínense el caso del heteropatriarcado. Un constructo elaborado por unos hombres (cabe pensar), impuesto sobre el resto de hombres y sobre las mujeres, mantenido durante miles de generaciones tras cambios de culturas, guerras sin cuento, sociedades que emergen o desaparecen, imperios que cubren áreas enteras, religiones que constriñen y liberan la sociedad, y en todo ese suceder de reinos e imperios, economías y religiones, una idea sencilla y específica, concebida por unos pocos, pasa de año en año sin que nadie haya encontrado una sola prueba de quiénes son los autores, y cómo se transmite a los herederos del patriarcado. El único método que encuentran los defensores del constructo social es una petición de principio: dar por bueno que su análisis es correcto, y encontrar en el binomio beneficiados/víctimas la prueba de que es así.

El constructo social tiene otras contradicciones. Si el género es un constructo social, si la edad también lo es, usted también puede ser una niña de ocho años. Y si ese es el caso, nada le impide cambiar en cualquier momento y ser un Lord inglés de finales del XIX, o un venerable anciano chino. Ese carácter arbitrario y mudable de las características personales tiene varias consecuencias. Una de ellas es que el individuo se convierte en un ser inconsistente, privado de cualquier cualidad propia, única, y por tanto carece de toda dignidad. Él puede ser cualquier cosa, y cualquier cosa puede ser él.

Otra consecuencia es que ninguna de las políticas de discriminación positiva puede tener ningún efecto, ya que potencialmente pueden afectar a cualquier persona. Por otro lado, si cualquiera puede ser un niño, todos podemos gozar de la protección de las leyes a la infancia, y asumir que no somos en realidad responsables de nuestros actos, cuando nos convenga.

Por otro lado, todas las contribuciones de la ciencia a la comprensión de la reproducción humana, todos los hallazgos de la antropología, los descubrimientos de la psicología evolutiva, todo ello queda en un papel que podemos arrugar y tirar a la papelera. Es más, un cartel que indique que los niños tienen pene y las niñas vulva puede convertirse en un delito de odio. No se sabe si el delito es odiar más a la teoría del constructo social que a los pilares de la ciencia.

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