Dicen que el primer paso para superar un problema es reconocerlo. Aunque la afirmación puede parecer cargada de sentido común, realmente es muy difícil de asumir. En política, casi siempre, los problemas son los que crearon los demás, pero, por razones de lo más variado, cuando se accede al poder, los que eran evidentes en la oposición se asimilan o asumen. La llegada al poder de Mariano Rajoy, hace algo más de un año, llenaba de esperanza a millones de votantes y a algunos otros que, pese a no haberle votado, esperaban que, al menos en lo económico, lo hiciera mucho mejor que su antecesor, José Luis Rodríguez Zapatero.
Cuando José María Aznar llegó al poder, tomó una serie de decisiones económicas que transformaron el erial económico que había heredado de Felipe González en una economía más emprendedora y abierta, y lo hizo en relativamente poco tiempo. Al menos eso es lo que pensó mucha gente que le terminó concediendo una mayoría absoluta en la siguiente legislatura. Ese aparente acierto del pasado era posiblemente la base de la esperanza de los votantes de Rajoy: que el PP, y la derecha en general, sabe más de creación de riqueza que la izquierda, que siempre se ha centrado en el reparto de la existente. Un año después, una buena parte de esos votantes está arrepentida.
A Rajoy y a varios gobiernos regionales del PP se les acusa de recortar, de atacar el Estado de Bienestar, de atentar contra los derechos de los trabajadores públicos y de los beneficiarios de sus servicios. El término «derecho» ha surgido y surge con facilidad en las reivindicaciones de afectados, sindicatos y movimientos de la extrema izquierda que, bajo el paraguas de las revueltas y algaradas callejeras, se han hecho fuertes en las portadas de ciertos medios de comunicación y, con un impacto más limitado de lo esperado, en la calle.
Sin embargo, el año de Rajoy es posiblemente el que muchas fuerzas de la izquierda habrían firmado con los ojos cerrados si el que hubiera tomado las decisiones fuera un líder de su partido. Rajoy ha subido 27 impuestos durante el último año. Por poner tres ejemplos significativos, ha superado el límite máximo de IRPF que proponía la propia IU, ha incrementado el IVA y ha aumentado el de sociedades, impuesto muy relacionado con la maltratada actividad empresarial.
Su reforma del mal llamado mercado laboral no avanza apenas hacia una verdadera liberalización, dejando a trabajadores y empresarios atrapados en un maremágnum regulatorio que no favorece a ninguno.
La Administración sigue siendo la misma. Los tres niveles (central, autonómico y local) siguen contando con servicios duplicados, prosiguen los conflictos entre ellos, avivados por las luchas partidistas, ideológicas y, en los últimos años, con un nacionalismo desbocado, hambriento de recursos que no puede conseguir si no es a base de coacción y amenazas. El dinero que toman de los contribuyentes se gasta en asuntos que les son ajenos, despilfarrando, alimentando corruptelas que a nadie benefician, salvo a los propios corruptos. El gasto estatal se mantiene en niveles muy elevados y ni Rajoy ni las entidades locales o autonómicas parecen haber tomado medidas para que disminuya de manera significativa, ni que la deuda y el déficit retornen a cifras, al menos, asumibles por los sufridos contribuyentes. La burbuja estatal sigue existiendo y corre peligro de explotar, con efectos impredecibles.
Y mientras, el Estado clientelar, el que depende del presupuesto público, sigue incrementándose. Cada vez son más los que dependen de las administraciones estatales, no sólo los funcionarios o trabajadores públicos, incluyendo en este colectivo a los políticos electos que favorecen, en muchos casos, políticas irresponsables, sino también los que reciben (recibimos) los servicios públicos (sanidad, educación, transporte público, pensiones, prestaciones por desempleo, limpieza y mantenimiento viario, etc.) y los que perciben subvenciones o ayudas financieras de distinta naturaleza por las actividades económicas que realizan, pese a que, sin tales ayudas, sus actividades no fueran, en muchos casos, rentables: agricultores, productores de energías renovables, artistas, empresarios ligados a sectores como el inmobiliario o el desarrollo de infraestructuras urbanas, viarias o de transporte, entre otros.
Y la situación es poco halagüeña si tenemos en cuenta que el propio Estado se ha encargado de acabar con su competencia, con las instituciones que la sociedad civil ha ido creando. Ahora que lo estatal no tiene recursos para tanto compromiso, no tenemos alternativas que nos ayuden, con el agravante de que, en el caso de España, el espíritu empresarial está muy mal considerado, a la vez que la propia naturaleza administrativa y regulatoria lo convierte en una actividad desagradable.
Cada vez son más los que pasan del colectivo netamente contribuyente al colectivo asistido, y a ello hay que añadir una pirámide demográfica cada vez más invertida, con un paro juvenil que supera el 50%. El Estado no cuenta con suficientes ingresos para mantener esta maquinaria ineficiente y cada vez más dañina, pues cada vez somos menos los que podemos aportar dinero a las arcas de Hacienda y cada vez son mayores sus necesidades.
Y habría que recordar a los que se benefician del sistema, a los que viven del presupuesto, que el coste de sus sueldos y gabelas, sus ayudas, servicios y derechos procede en su integridad de los impuestos que pagan ciudadanos y empresas y que, si éstas son cada vez menos y cada vez hay más personas a las que asistir, menos se podrá sostener tal gasto; que las corruptelas podrán ser significativas e importantes, pero que, en ningún caso, cubren el déficit y la deuda, una deuda que se come cada año parte de ese presupuesto.
Habría que recordar a huelguistas y manifestantes del «qué hay de lo mío», que asolan la ciudad de Madrid con sus reivindicaciones que la situación es inviable y que, les guste o no, les parezca justo o injusto, la manera en que han vivido hasta la fecha resulta insostenible y que los recortes que se proponen no son, ni de lejos, los que deberían ser; que, pese a que nos han enseñado durante décadas lo contrario, el ciudadano debe buscar satisfacer sus necesidades con lo que ingresa y que, si con ello no es suficiente, debería dar prioridad a unos gastos frente a otros, o bien centrar sus esfuerzos en encontrar más fuentes de ingresos, en vez de esperar a que alguien le solucione la vida con el dinero de otros y que sus gritos acobarden o alimenten a algún político populista.
Por último, no puedo dejar de pensar que Rajoy ha querido llegar al poder para gestionar que todo siga como está, que nada cambie de manera profunda y que, cuando la economía mejore en el exterior, reavive a la española y, de esta manera, convertirse en el salvador del Estado de Bienestar. Rajoy no quiere ver los problemas del sistema y propone malas soluciones a corto plazo, soluciones que no pretenden hacer demasiado ruido. 2012 no ha sido el año de los recortes, ha sido el año de la subida de impuestos, ha sido el año en que todo ha seguido más o menos como lo dejó el PSOE, ha sido un año más con un gasto público disparatado, ha sido el año de los manifestantes que quieren que lo poco que se recorte no les afecte a ellos sino a otros, ha sido el año en que no se ha desregulado nada importante, sino que se ha añadido un millón de páginas de nuevas normativas.
Y pese a todo, el camino es claro y está ahí para quien lo quiera ver y se atreva a desmantelar esta ineficiencia, aunque le costara el poder. Se debe hacer exactamente lo contrario de lo que se ha hecho durante los últimos ocho años. Es cuestión de dar esos pasos y ver qué pasa. El futuro no está escrito.
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