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Democracia y revolución

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Democracia y liberalismo son dos tradiciones relacionadas entre sí, con refuerzos mutuos y con contrastes y oposiciones difícilmente salvables. Es esta una discusión para otro artículo. No tenemos que salir de este sitio para encontrarnos juicios muy certeros al respecto, como los de Manuel Llamas, Berta García Faet, o este autor. La democracia favorece el aumento del poder del Estado, de nuevo Llamas, y el esfuerzo liberal por detenerlo ha fracasado una y otra vez. La democracia, por un lado, no es democrática; no como el ideal democrático exige. Y por otro lado legitima la adquisición y crecimiento del poder del Estado.

No es éste el problema a reseñar aquí, el de las posibilidades de una democracia liberal de mantenerse en el liberalismo durante un período muy prolongado. La Francia de la república de Thiers duró tres décadas. Gran Bretaña ha dejado atrás gran parte de su liberalismo, y de los Estados Unidos lo que digamos es poco. No. La cuestión de este artículo es la de una democracia antiliberal, concebida como revolucionaria. Es la de la II República.

Para situarnos muy escuetamente en el contexto en el que surgió aquella democracia, como una avalancha, en 1931, tenemos que remontarnos casi un siglo atrás. El liberalismo histórico español acuñó en la Constitución de 1845 un instrumento para acumular y concentrar el poder y construir, desde ahí, un Estado sólido. Está concebida en el contexto de las Guerras Carlistas, un conflicto bélico civil que aconsejó a los liberales acrecentar el poder estatal, y dotarlo de una racionalidad en sus funciones. Según el historiador Antonio Cánovas, «con aquellas leyes de 1845, que eran sólo una máquina de ganar elecciones, se hacía imposible todo ejercicio de libertad». Con «libertad» se refería a la participación en el poder. Este exclusivismo explica, en parte, que la solución a ese problema viniera del recurso a la violencia, los pronunciamientos que marcaron el XIX.

La Constitución de 1876, inspirada en gran parte por el propio Cánovas, quería superar ese problema que había conducido al sexenio revolucionario, que fracasó estrepitosamente. Podían haberse acercado al modelo de la Tercera República Francesa, que asumió el juego político en términos que hoy podríamos llamar Kelsenianos. Normas iguales para todos, participación democrática, incertidumbre en los resultados, seguridad en la aplicación de las normas. La solución de Cánovas es casi contraria: Era el Rey quien decidía el gobierno, que a su vez convocaba unas elecciones amañadas para que éste ganase. La imparcialidad no estaba en las normas, sino en el propio Rey. Fue un sistema estable y cada vez más inclusivo. Incluso el PSOE entró en aquel sistema. De este modo, se dotó de estabilidad y evitó los pronunciamientos.

Los republicanos de izquierdas, por lo general, y Manuel Azaña en particular, se seguían viendo marginados por el sistema. Y veían el pactismo que facilitaba los turnos como evidencia de un pacto de marginación del resto y de defensa de las instituciones que habían llevado a España al atraso: La Iglesia y el Ejército. De modo que Azaña, y con él muchos otros republicanos de izquierdas, como Álvaro de Albornoz, entendieron que el progreso no podía llegar del acuerdo con las fuerzas conservadoras; él criticó la «transigencia mal llamada liberal». Azaña, en 1923, decía: «Habrá que restaurar en su pureza las doctrinas y acorazarse contra la transigencia. La intransigencia será el síntoma de honradez». De nuevo Álvaro de Albornoz dijo, en 1931: «No más pactos; si quieren una guerra civil, que la hagan». Y dos años más tarde, el presidente del gobierno Azaña sentenciaba: «La República no es sólo un régimen, es un instrumento para la acción». El alcalaíno tuvo muchas ocasiones de expresar la misma idea, como cuando rechazó «que el Parlamento se convirtiera en una academia jurídica», es decir, se limitase a cumplir la ley, y no un «instrumento revolucionario que dé forma legal a las aspiraciones del país».

Pero hay más. El carácter escasamente democrático de la Restauración contrastaba con las elecciones constituyentes 1931, que fueron las más democráticas de la historia de nuestro país hasta el momento. De este modo, resultaba fácil entender que el resultado de aquéllas reflejaba fielmente la opinión de los españoles. Pero las fuerzas conservadoras estaban desorganizadas. Con la legitimidad de las urnas se redactó una Constitución que servía a dos principios distintos. Por un lado, el democrático (normas fijas, resultados inciertos y aceptación de los mismos). Por otro, un proyecto social concreto, de carácter revolucionario. Así, la base social de la República sólo reconocía a «los trabajadores», aunque fuesen «de todas clases». Limitaba la libertad de conciencia, emprendimiento y educación en razón de «la seguridad del Estado» (Art 26) o «el respeto debido a las exigencias de la moral pública» (Art 27). Y pretendía un cambio económico fundamental, con la actuación del Estado intervencionista como medio.

El mismo propósito de reducir a la nada las dos instituciones citadas, el Ejército y la Iglesia, dejaba, en cualquier caso, poco margen al pacto. Sumando a ello la distribución de fuerzas, llevó a Azaña a pactar con el PSOE, una fuerza netamente revolucionaria, que promulgaba la dictadura del proletariado ejercida por la UGT. Este partido explicó al inicio de la III República cómo la veía: «Esta República española que ahora empieza, y de la cual hemos de ser nosotros guardianes y vigilantes, es algo esencialmente nuestro porque a nuestro calor ha nacido y a nuestro calor ha de afirmarse y perfeccionarse en lo futuro». Cuando iba a cambiar el gobierno por las elecciones de 1933, decía también en El Socialista: «República para todos, no; República para los republicanos y sólo para los republicanos».

No hace falta recordar o detallar los intentos de Azaña por repetir las elecciones de 1933, pero falseando los resultados para que no gobernase la CEDA, la revolución de 1934 o el estado pre revolucionario (hasta qué punto lo fue es una cuestión abierta). O la Guerra Civil, sobre cuyo grado de inevitabilidad también hay debate; lo que no es debatible es que se explica por el carácter al menos tan revolucionario como democrático que tuvo la II República.

El caso de la España de los años 30 muestra el carácter incompatible de la revolución con la democracia. De hecho, los partidarios de la II República dicen, por un lado, que defienden la democracia, pero por otro defienden comportamientos netamente antidemocráticos, como la revolución del 34, o critican duramente al partido que encarnaba el principio democrático con más convencimiento, el Republicano Radical

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