El domingo 20 de enero de 2013, Barack Obama juraba su segundo mandato como presidente de EEUU en el interior de la Casa Blanca ante el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts. La ceremonia se retransmitió por televisión en directo, a pesar de que los planes iniciales del equipo de Obama eran no permitir que periodista o cámara alguno (más allá de un fotógrafo de la Casa Blanca) pudiera estar presente en la ceremonia –tal vez por miedo a que volviera a equivocarse, como cuatro años antes, al recitar la fórmula oficial del juramento–. Con retransmisión televisiva o sin ella, el carácter «privado» del acto es una excepción en este tipo de ceremonias en Washington.
Constitucionalmente, el mandato presidencial arranca con una ceremonia pública ante el Capitolio que ha de tener lugar el primer 20 de enero después de las elecciones presidenciales. Pero, si dicha fecha cae en domingo, el juramento ante la sede del legislativo se traslada al lunes 21 de enero. De hecho, así ha ocurrido, y cerca de un millón de personas acudían a ver y oír en vivo cómo Obama volvía a jurar su cargo como máximo responsable del Gobierno de Estados Unidos. Cuatro años antes, fueron dos millones de ciudadanos los que estuvieron presentes en el juramento.
La carga simbólica de este tipo de ceremonia es evidente. El presidente asume un compromiso ante los ciudadanos, ante ese mismo «We the People of the United States…» –aunque la traducción más habitual es «Nosotros, el pueblo de EEUU», también puede ser «Nosotros, las personas de EEUU» – con el que arranca la Constitución. Se trata de un reconocimiento de que el poder emana de los ciudadanos y que, al menos en teoría, quien lo ejerce ha de mostrarse de forma pública ante los gobernados. Cuestión diferente es, por supuesto, que en última instancia ocurra así.
Los actos de toma de posesión en EEUU, y su carga simbólica, contrastan profundamente con sus equivalentes en gran parte de Europa. En España, por ejemplo, el presidente del Gobierno arranca su mandato con una jura o promesa ante el Rey en el Palacio de la Zarzuela, residencia oficial del monarca. El jefe del Gobierno así hace público su compromiso también ante el sujeto que encabeza la Constitución del país. La Carta Magna de 1978 arranca con la siguiente frase: «Juan Carlos I, Rey de España. A todos los que la presente vieren y entendieren».
La simbología de la jura o promesa del jefe de Gobierno español, y de otros muchos europeos, es también evidente. El compromiso se asume ante el Estado y su máxima autoridad, no ante los ciudadanos. Se marca así una distancia entre gobernantes y gobernados, presente de forma simbólica en muchas otras representaciones del poder. Hace ya tiempo reflexionamos sobre la ubicación de las sedes de los gobiernos, y contrastábamos, entre otros, la céntrica Casa Blanca con La Moncloa, fuera de la ciudad de Madrid.
Es evidente que la representación del poder no lo es todo en política. Resulta cierto que un gobernante puede ser autoritario, o incluso totalitario, teniendo su residencia en pleno centro de la capital de un país y asumiendo su cargo en un acto público. Una simbología que recuerde al político que ha de responder ante los ciudadanos y que no debe comportarse como un déspota ilustrado no garantiza que vaya a comportarse en consecuencia.
Sin embargo, lo que es evidente es que una representación del poder como la que hemos descrito en España (y que es equivalente a la que existe en gran parte del resto de Europa) tiende a hacer olvidar al gobernante que tiene que responder ante los ciudadanos de forma constante, y no sólo cuando hay elecciones. No ha de sorprender, por tanto, que haya jefes de Gobierno que no consideren su obligación responder a preguntas de periodistas o de cualquier ciudadano que pueda acercársele. Ejemplo de esto último es el famoso «Carmen, por favor» de un Rajoy que trataba de librarse de los micrófonos de la prensa.
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