El pasado 24 de septiembre se cumplieron dos siglos de la constitución de las Cortes de Cádiz. Una nación ocupada convoca a unos hombres que intentan reconstruir el entramado institucional en un reducto del territorio sin más salida que el mar. Se juntaron el patriotismo y el heroísmo fuera de los campos de batalla, en una labor intelectual y en un contexto de primacía del liberalismo. Los liberales miramos con orgullo aquella obra, que cristalizó a los dos años de empezada en una Constitución que inspiró otras en distintos lugares del mundo.
Hay mucho que celebrar de aquello. Hizo tabla rasa de algunas instituciones carentes de justicia y función y de privilegios que habían perdido su sentido. Reconoció la libertad de imprenta y las libertades económicas. Pero también hay motivos para censurar aquellas Cortes y aquella Constitución desde un punto de vista liberal. Curiosamente, esta posición me acercará a las posturas realistas de aquellos años, pero pronto se verá cuál es el motivo.
La inspiración de la Constitución de 1812 es netamente francesa. Mejía Lequerica, cuando expuso un proyecto de decreto para la elaboración de una Constitución, puso como ejemplo el juramento del Juego de Pelota de 1789 por el que los miembros de la Asamblea Nacional francesa no saldrían de allí sin haber redactado un texto fundamental. Los vocales de la comisión constitucional se limitaron a corregir, completar o modificar un texto elaborado por Antonio Ranz Romanillos. Fue éste secretario de la Junta de Bayona y participó en la redacción de la Carta Otorgada de 1808, que tradujo cuidadosamente al español. Se puede apreciar claramente la inspiración francesa en la inclusión de una relación de derechos fundamentales, si bien éstos quedan relegados al articulado; en la separación de poderes; en el racionalismo administrativo, y en la idea de la soberanía nacional.
Esta última idea, que fue introducida en 1810, procede de un concepto de nación puramente francés, enlaza perfectamente con Rousseau y su “voluntad general”, y supone entronar un poder absoluto, sin limitación teórica o práctica, en una institución. Ese poder, no nos extrañará, recaía en gran medida en las Cortes. Además, era un sistema unicameral, sin el elemento moderador que puede aportar una segunda cámara.
Las Cortes llevaron la idea de soberanía nacional depositada en ellas hasta su última conclusión, que es el poder absoluto y el abandono de la separación de poderes. Se ha hablado, con propiedad, de “absolutismo parlamentario”. Sobre la concentración de poderes en las Cortes, dan fe sus muchos actos ejecutivos y resoluciones judiciales.
Entre los muchos actos propios de una administración, las Cortes resolvieron asuntos tan particulares como atender “una solicitud de Josefa Granados para que al sargento Juan Antonio Gallego se le conceda dispensa en depósito para contraer matrimonio”. O resolvió una exposición de “D. Francisco Quesada para que se le permita vender a censo algunas tierras procedentes de una memoria de misas”. Entre sus fallos judiciales se encuentra el caso de un impresor de Cuenca, que denunció ante las Cortes al alcalde de la ciudad, Feliciano Grande, “que infringiendo la Constitución allanó su casa con objeto de quitarle una resma de almanaques que había impreso”.
Pero no podremos apreciar todo su carácter sin mencionar, siquiera de pasada, los casos del obispo de Orense y Miguel Lardizábal, ambos elegidos para formar parte de la Regencia. Se les envió un juramento que comenzaba así: “¿Reconocéis la Soberanía de la Nación representada por los diputados de estas Cortes generales y extraordinarias?”, a la que seguían otras preguntas. El obispo, Pedro Quevedo y Quintano, renunció antes de firmar y solicitó que se le permitiese regresar a Orense, lo que le fue concedido. Pero creyó necesario compartir su opinión sobre el decreto de 24 de septiembre y el concepto de soberanía nacional. Quevedo y Quintano observó que si la soberanía estaba en la nación, no estaba en el Rey y éste se convertía en un súbdito. Fue más allá al señalar que se le obligaba a firmar la sumisión a “los decretos, leyes y Constitución” que aprobasen en el futuro las Cortes, cuyo contenido era imprevisible. Y añadió que jamás un gobierno absoluto había llegado tan lejos.
Las Cortes se reunieron en sesión secreta (lo que era muy común) para decidir qué hacer ante la expresión de sus opiniones. Sabemos por Antonio Campmany que unos querían enviarle a las Malvinas; otros, confinarle en Ceuta; aun otros, que se le decapitase. Dueñas propuso que se le confiscasen todos sus bienes y los de Lardizábal y con ello se sufragase un monumento a Padilla y al obispo de Zamora, “degollados ambos sin oírlos en tiempos de los comuneros por haber sostenido los derechos de la nación”. Finalmente, las Cortes resolvieron que el obispo de Oviedo y, como él, todo español “que se halle en el caso de no querer jurar la Constitución en los términos prevenidos, sea tenido por indigno del nombre de español, despojado de todos sus empleos, sueldos y honores y expelido del territorio español en el término de veinticuatro horas”.
Al obispo de Oviedo, sin embargo, le “intimaron” a firmar los juramentos. Pero éste resolvió “no conformarme ni hacer el juramento a menos que se me permita explicar el sentido en que puedo hacerlo sin perjuicio de mi conciencia y de mis más estrechas obligaciones”. Pero finalmente el pulso lo ganaron las Cortes frente al enfermo Pedro Quevedo y Quintano, que juró el 3 de febrero de 1811. José María Blanco White se preguntó, reflexionando sobre los casos del obispo de Oviedo y de Miguel Lardizábal “¿Cómo es que las cárceles de Cádiz no han estado libres de dos o tres escritores a la vez desde el principio de la libertad de imprenta?”.
Porque, como en el caso francés, las libertades eran prístinos ideales abstractos, pero en lo contingente no se podía tolerar oposición alguna a las autoridades que las defendían. En marzo de 1814, una moción firmada por trece diputados pedía la redacción de un Código Penal, lo que se comenzó a hacer en sesiones extraordinarias. El proyecto de ley decretaba la pena de muerte, por traición, a quien “alterase y conspirase directamente y de hecho a destruir o alterar el Gobierno monárquico hereditario que la Constitución establece, o a que se confundan en una persona o cuerpo las potestades legislativa, ejecutiva y judicial, o a que se radiquen en otras corporaciones o individuos”. Pena de muerte a quien “intentase directamente o de hecho establecer en España otra religión”, para quien impida o entorpezca la celebración de Cortes o la celebración de juntas electorales. Martínez de la Rosa, dos días después de que Fernando VII disolviese las Cortes, propuso: “El diputado a Cortes que, contra lo prevenido en el artículo 375 de la Constitución, proponga que se haga en ella o en alguno de sus artículos alguna alteración, adición o reforma hasta pasados ocho años después de haberse puesto en práctica la Constitución en todas sus partes, será declarado traidor y condenado a muerte”.
Yo no niego el patriotismo de los convocados a Cortes en estos años. Pero el camino que tomaron seguramente no fue ni el mejor ni el único posible. No es que llegasen con las manos vacías, es que se las sacudieron. España, como Inglaterra, tenía una Constitución histórica. Gaspar Melchor de Jovellanos, ante los crecientes rumores de que se estaba pensando en escribir una nueva Constitución, señaló que España ya la tenía, pues “¿qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de Leyes Fundamentales que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y los medios saludables para preservar unos y otros?”. El Manifiesto firmado en 1814 por varios diputados decía: “Constitución había, sabia, meditada, y robustecida con la práctica y el consentimiento general”. Los firmantes reconocían el “despotismo ministerial digno de enmienda” de la época de Carlos IV y estaban abiertos, como Jovellanos, a las reformas.
La cuestión es que, como dijo Manuel José Quintana, “una posición política, nueva enteramente, inspiró formas y principios políticos enteramente nuevos”, que llevaron a un absolutismo parlamentario. Sería interesante pensar si una reforma de la Constitución tradicional española, más que la ruptura de las Cortes de Cádiz, hubiera dado más estabilidad, continuidad y libertad a nuestro país.
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