Los medios de comunicación se afanan en describir a la verdadera Sonia Sotomayor, la mujer propuesta por Barack H. Obama para ocupar una vacante en la Corte Suprema. Los españoles, con acendrado racismo, tan acostumbrados a él que son incapaces de olerlo, han destacado de ella que es hispana. Los medios locales se preguntan si pertenece a la extrema izquierda, si es centrista, si es la anti-Roberts y demás. Es decir, no su color sino sus ideas. Ello tendrá relevancia para la historia de las próximas décadas, las que la juez Sotomayor ejerza su magistratura. Pero su última renovación es ocasión tan propicia como cualquier otra para valorar la función del Tribunal Supremo en la historia de la democracia americana.
La Constitución estadounidense no es un sistema cerrado, sino que otorga cierta libertad a las instituciones para su ulterior desarrollo. El Tribunal Supremo es, claro está, el que ejerce la última instancia. Esa función le lleva, naturalmente, a ser intérprete de la Constitución. Pero ello no quiere decir que sea el único. De hecho, las declaraciones de Kentucky y Virginia, escritas en 1798 por Jefferson y Madison, recordaban que los Estados son, cada uno de ellos, legítimos intérpretes de la Constitución de los Estados Unidos. Pero sólo cinco años más tarde, en la decisión del Juez Marshall en el caso Marbury vs. Madison, el Tribunal Supremo se posicionó a sí mismo como intérprete último de la Constitución. Esta decisión, más la Guerra de Secesión, acabaron con la capacidad de los Estados, al menos en la práctica, de juzgar la constitucionalidad de las normas.
El Supremo se ha opuesto valientemente a ciertos abusos por parte de alguno de los peores presidentes de los Estados Unidos, como cuando Roger Taney le recordó a Lincoln que él no tenía derecho de suspender el habeas corpus, o la oposición de Charles Evans Hughes al New Deal.
Pero en conjunto, el Supremo, merced a convertirse en la única institución que interpreta la puridad constitucional de las normas, ha ido sancionando los crecientes poderes del Gobierno Federal, que han ido mucho más allá de lo permitido por la norma suprema. No es ya que la función del presidente de los Estados Unidos haya cambiado hasta hacerse irreconocible. Ya no es la persona encargada de que se cumplan las leyes, sino el principal impulsor de la política y de la legislación. Y la institución que se ha dado a sí misma el monopolio del control constitucional del orden jurídico poco a poco, con pasos adelante y atrás, ha ido sancionando esa transformación.
Sotomayor pasará a la pequeña historia de esta institución, pero su gran historia se escribirá desde el poder.
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