Escribo con motivo del proceso de investidura como presidente del gobierno de España de Pedro Sánchez y sus aparentes cesiones a los partidos nacionalistas. Y digo aparentes, porque me gustaría saber en qué van a concretarse las negociaciones que se han emprendido en Ginebra con Junts. Y con motivo de las disputas sobre el control gubernamental sobre buena parte de los poderes judiciales. Pues se ha comenzado a difundir la impresión, sobre todo en medios de la derecha política española, de que España corre riesgo serio de ruptura.
Que una de las medidas acordadas en la investidura sea la de la posible convocatoria de un referéndum de autodeterminación, al estilo escocés o montenegrino, parece reforzar esa idea, la de que el presidente del gobierno español ha sacrificado la unidad de España por seguir disfrutando de su cargo, y que, por tanto, esta está cuando menos cuestionada.
Por otra parte, las cesiones de Sánchez, no incluidas en su programa electoral, parecen abonar la idea de que no existen principios éticos en la política y que esta ha perdido buena parte de su prístina pureza. Se ha transformado, parece, en una actividad indigna. Cunde la idea de una degradación de la vida democrática, que de no corregirse podría derivar en una democracia iliberal. O peor aún en un despotismo más o menos abierto. En este artículo quisiera relativizar ambas propuestas sin negar la posibilidad, pues nada es imposible en el mundo de la política, de que estas derivas pudiesen en algún momento concretarse en los modelos políticos temidos por los que defienden los que difunden estas especies.
División del estado en dos o más
Comencemos por la cuestión de la deriva independentista en el marco español y analicemos la posibilidad real de una fragmentación del estado, con independencia de lo que pueda pensar cada uno acerca de si es una posibilidad deseable para España o no. Cuando hablamos de una ruptura de España nos referimos a una división de su estado en dos o más estados de dimensión menor. Nos referimos a su estado y no a otras dimensiones como una división en culturas, religiones o grupos sociales, porque esto ya se da en mayor o menor medida.
Al revés, varios estados que operasen en el espacio del actual estado podrían perfectamente estar unidos en muchos aspectos culturales, lingüísticos o interrelacionados económicamente. Incluso pudieran tener un sentido de identidad común, aún careciendo de unidad política. Macedonios y eslovenos podían tener identidades y culturas muy distintas cuando vivían bajo un mismo estado, y tan alemanes eran los habitantes de su territorio antes de su unificación, cuando vivían organizados en dos docenas de principados, que después. Cambia la forma de organización política, no su identidad.
Una ruptura del estado español implicaría que una parte de su clase política, por seguir las ideas de Gaetano Mosca, se separaría de la actual clase española y se constituiría en una nueva entidad soberana. Pero para ello debería previamente ser capaz de establecer una posición hegemónica en su propio territorio, algo que de momento no parece ser efectivo.
PSOE, garante de la unidad de España
Es cierto que una parte de la clase política catalana manifiesta su deseo de independencia (si lo dice en serio o como una mera estrategia de negociación está también por determinar). Pero todo apunta a que esa voluntad se da sólo en parte de la élite política, sin demasiado apoyo electoral o en otros sectores del aparato del estado radicado en Cataluña. Los poderes económicos asociados al estado no parecen ser tampoco muy partidarios. Sólo tendría apoyos en parte de la elite administrativa y en buena parte del aparato de hegemonía. Podría ser suficiente, pues otros estados se constituyeron con menos, pero en el caso catalán partiría de una situación muy precaria. De ahí que no parece factible una ruptura ni a corto ni a medio plazo.
De hecho, y aunque pueda parecer extraño al lector, es el PSOE, al tener presencia política y fuerza electoral en todos los territorios españoles, uno de los principales garantes de su unidad política. Eso, en el caso de que se le concediera por parte del gobierno español la posibilidad de hacerlo a través de un proceso reglado que permitiese su ulterior reconocimiento internacional, al estilo checoslovaco o escocés.
Los intereses de Sánchez, y los de España
Y es ahí donde me extraña que el presidente español ceda y conceda el inicio de un proceso legal. Primero, porque sería raro que un presidente en ejercicio quisiese voluntariamente ceder poder a otra entidad sin existir necesidad extrema. Y segundo, porque de concretarse el proceso en una declaración legal de independencia, la base electoral y parlamentaria del actual presidente se esfumaría y quedaría en minoría y sin el puesto de presidente. Todo ello sin contar que un proceso tal le haría perder el poder, al hacerlo a él responsable delante de buena parte del pueblo español de la ruptura de la secular unión española.
Es decir, aunque fuese el ser amoral que se describe en muchos medios de comunicación, esto es una persona que piense sólo en el poder, precisamente por eso no cedería en las pretensiones nacionalistas. Y aunque su discurso pareciese favorecer tal posibilidad, no puede ser sincero, salvo que no fuese tan amoral y pensase por idealismo en los derechos del pueblo catalán a la autodeterminación.
El mito de la decadencia
La cuestión de la degradación democrática es también muy interesante. Partamos de la base de que casi siempre tendemos a denigrar a la época en que vivimos ya mitificar épocas pasadas, que supuestamente serían mejores y más nobles que las actuales. Si hacemos un breve repaso histórico podemos constatar que la idea de decadencia y degeneración está muy presente en el imaginario occidental (recomiendo al respecto el extraordinario libro de Arthur Herman, La idea de decadencia en el pensamiento occidental). Ya Hesíodo, en su obra Los trabajos y los días, relata una mítica edad de oro de los humanos que iría degenerando en una era de plata, de bronce, hasta llegar al hierro.
Si leemos la literatura regeneracionista española de fines del siglo XIX nos encontramos con la idea de una España corrupta y degenerada a la cual hay que revitalizar. Los fascismos también usaban metáforas semejantes para volver a dar vigor a sus enflaquecidas sociedades. Porque para hablar de degradación, decadencia o degeneración hay que establecer antes un estadio en el cual la política era noble y desinteresada y seguía todos los cánones democráticos.
¿Cuándo fue la edad de oro?
Y el problema es que muy probablemente no encontremos esa situación ideal en ninguna de las etapas recientes de nuestra vida política democrática. De hecho se afirma la degradación pero nunca se dice cuándo fue exactamente la edad de oro. La política española tiene en efecto muchos problemas, algunos de ellos potencialmente muy graves. Pero lo que acontece es que muchos de ellos son problemas nuevos con los que no estamos acostumbrados a tratar, y que no son necesariamente más graves que los viejos, pero que al revestir novedad nos parecen insolubles o cuando menos muy difíciles de afrontar.
Recordemos que la democracia española actual tuvo que afrontar un golpe de estado, casos de terrorismo de estado juzgados y condenados, un sin fin de escándalos de corrupción y numerosas alteraciones de la letra estricta de la Constitución, interpretadas de manera creativa por los sucesivos tribunales constitucionales de este periodo. Esto es nuestra democracia hace tiempo que perdió su inocencia.
La novedad del problema radica en la petición de una amnistía, teóricamente prohibida por la Constitución, y en el uso del concepto de lawfare, importado desde Latinoamérica. La amnistía viola claramente la igualdad ante la ley de los españoles, puesto que por razones de interés político, muchos imputados por crímenes graves verán eliminados sus delitos. Eso es algo que en cualquier otro delito es impensable que ocurra. Habría, pues, ciudadanos privilegiados ante la ley frente al común de los mortales que no pueden ni imaginar un trato semejante ante sus faltas.
Una clase distinta a las demás
La cuestión que se podría presentar desde nuestra postura es si constituye o no una novedad que la clase política sea tratada de forma distinta la resto de la ciudadanía. Ni históricamente ha sido así, pues nobles y gobernantes han disfrutado siempre de un status legal distinto. Distinto no quiere decir necesariamente mejor, pues aparte de que algunos delitos dentro de la clase política no lo son fuera y algunos que lo son fuera no lo son para las clases dominantes. Lo cierto es que algunos de ellos son castigados con más rigor, sobre todo si afectan al juego de poder interno dentro de esta clase. Otros en cambio, aún siéndolo, no son castigados. O lo son muy levemente en el aspecto penal. Ello implica solamente la expulsión de la clase.
Un caso de delito que afecta solamente a la clase política son algunos de los juzgados en el caso de la amnistía, pues solo puede cometer sedición (o rebelión) quien ya forma parte del aparato de poder. Esto se aplica también en buena medida a la malversación. Recuerden que los delitos de rebelión o sedición varían en su gradación penal según los países pero en algunos de ellos están considerados entre los delitos más graves que se pueden cometer.
Tribunales especiales
Lo cierto es que es frecuente encontrar en casi todos los países del mundo a políticos condenados, que por una razón u otra no cumplen sus penas o si las cumplen no las cumplen en las mismas condiciones que el resto. También es frecuente encontrar que esos mismos políticos gozan de algún tipo de fuero o inmunidad, al menos mientras están en el ejercicio de su cargo, y algunos cuentan con el privilegio de indultar a sus pares. En el caso de ser juzgados tampoco es raro que lo sean por tribunales especiales. Tribunales distintos de los del resto de la población, que en muchas ocasiones los juzgados han contribuido a conformar.
La novedad que llama la atención en nuestro entorno político la forma en que aborda a respecto del caso del proceso independentista catalán. Este se hace de forma abierta y descarada, no sólo eliminando la pena sino el propio delito. Lo usual es hacerlo de forma más disimulada, a través de industos parciales, gradación de penas, usos estratégicos de la prescripción o uso recurrente del derecho de recurso. Así no es raro encontrar, como algún caso reciente en España, a políticos de alto nivel que no llegan por una razón u otra aentrar en prisión. O que, de hacerlo, lo hacen en condiciones muy favorables y salen relativamente pronto. La degradación de haberla está en la propia política y no es privativa de este gobierno. Lo asombroso puede ser el descaro con que se hace, no el hecho mismo, que cuenta con antecedentes en todo tiempo y lugar.
Ver también
Sobre la declaración de algunos representantes en Cataluña. (Francisco Cabrillo).
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