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¿De verdad queremos ayudar a los países pobres?

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Recientemente, en una reunión de amigos, surgió la pregunta de cuál era la mejor manera de ayudar a los países menos desarrollados. Inmediatamente hubo quien sugirió las clásicas recetas que suelen pregonar ciertas organizaciones no gubernamentales, que suelen gozar de más popularidad por parte de los medios de comunicación: donación del 0,7% del producto interior bruto de cada país, la creación de nuevos impuestos para destinar la recaudación a dichos países, la reducción de nuestros hábitos «consumistas», el cese de la explotación por parte de las multinacionales, etc.

Debo confesar que no me causó mucho asombro que nadie hablase de bajar las barreras proteccionistas (arancelarias y no arancelarias) que rodean muchas veces a los países que habitualmente se encuadran en el llamado «primer mundo». Anteriormente, ese mismo grupo de personas había mencionado cómo estaba afectando la competencia de los países asiáticos a determinados productores nacionales y hubo quien sugirió que no se dejase entrar dichos productos ya que empleaban mano de obra muy barata contra la cual no podían competir los productores nacionales.

Cuando en un mismo día con un mismo grupo de personas uno escucha opiniones tan contrapuestas cabe formularse la pregunta de que si realmente deseamos ayudar a los países pobres, o simplemente tranquilizar nuestras conciencias mediante recetas populistas, sin pararnos realmente en el significado de las mismas.

La mayor parte de los seres humanos nacemos con la capacidad de trabajar. Esta capacidad, puesta en práctica, nos permite obtener a cambio de ella distintos bienes y servicios. Las personas con menos recursos suelen ofrecer un trabajo poco especializado, que requiere de escasa formación, motivo por el cual la única ventaja competitiva que pueden ofrecer a un empleador es su baja remuneración. Con el paso del tiempo, la especialización y formación en el trabajo provocan que este trabajo que ofrecen tenga mayor valor, por lo que suele subir la remuneración, y consecuentemente el nivel de vida de estas personas.

Cuando tratamos de impedir el trabajo de estas personas pidiendo la prohibición de determinadas importaciones con la excusa de que emplean mano de obra muy poco remunerada, no estamos haciendo ningún favor a los trabajadores de dichas empresas situados en países pobres. Al impedir que puedan obtener remuneración mediante su trabajo la estamos abocando a la pobreza y mendicidad permanente. Por tanto, en la lucha con la pobreza, una herramienta muy importante es la libre circulación de bienes y servicios, de manera que tanto los habitantes de los países comúnmente denominados como ricos como los que lo hacen en el resto de países se vean beneficiados. Los primeros de una gama de productos y servicios más baratos, y los segundos de la remuneración que obtienen. Con el paso del tiempo, la experiencia y la formación les permitirán desarrollar trabajos más remunerados, que les permita progresar y ahorrar.

Aunque existan organizaciones y recetas muy bienintencionadas, e incluso algunas que realmente ayudan a los habitantes más pobres, no nos podemos olvidar que para acabar con la pobreza es necesario que puedan trabajar, y para ello no hemos de colocar trabas en nuestros propios países.

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