Desde hace un tiempo es habitual en España ensañarse con las empresas nacionales de éxito. Si hay que hacer una crítica a un determinado sector se suele focalizar la crítica en una empresa o empresario de éxito nacional, como Amancio Ortega de Inditex, o Juan Roig de Mercadona.
Se me escapan un poco estas cosas, pero intuyo que el motivo de este ensañamiento con el empresario patrio tiene que ver con una transmisión del mensaje más eficaz. Se identifica un culpable con cara, nombre y apellidos y que además es cercano, no un magnate de algún país extranjero sobre el que resultaría mucho menos creíble poder presionar mediáticamente o políticamente, o incluso materialmente por la vía fiscal o regulatoria.
El lógico enfado de los consumidores por pagar precios altos, o de los agricultores por recibir precios muy bajos, nos lleva a que resurja la letanía sobre la gran diferencia entre los precios que obtienen los agricultores al vender sus productos con respecto a los precios de venta en los lineales de los supermercados, calculando diferencias de hasta el 800%.
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Que el chivo expiatorio del enfado por los precios sean los comerciantes no es en absoluto ninguna novedad, es más viejo que la tos. Sin embargo, caemos una y otra vez en el mismo error de culpar al termómetro por el calor sofocante. Porque los precios de los comerciantes son eso, un síntoma del problema y no su causa.
La advertencia de Carl Menger
Carl Menger describió esta situación exactamente en los mismos términos que está sucediendo estos días en España en pleno siglo XXI. No me resisto a citarlo tal cual, pues vale mucho la pena darnos cuenta el análisis tan preciso escrito hace 150 años:
Pero no es fácil que encontremos en la realidad un caso en el que una operación de intercambio no exija ningún tipo de sacrificio, aunque no sea más que el empleo de un determinado tiempo. Los fletes, las primas, los derechos de aduanas, las averías, los costes de correspondencia, los seguros, provisiones y derechos de comisión, los corretajes, los certificados, los gastos de embalaje y almacenaje, la manutención de los comerciantes y de sus auxiliares, los costes financieros y otras cosas similares [como por ejemplo el marketing] no son sino algunos de los sacrificios económicos exigidos por las operaciones de intercambio, que absorben una parte de los beneficios económicos que resultan de la realización concreta de las ocasiones que se presentan. A veces, estos sacrificios pueden ser tan elevados que hacen imposible un intercambio que, por otra parte, sería perfectamente posible de no existir estos gastos, en el sentido que tiene esta palabra en economía política.
Contribución al valor sin transformación física
El desarrollo de esta última economía muestra tendencia a disminuir tales sacrificios económicos, de modo que pueda procederse a intercambios económicos entre países más distantes, con los que hasta ahora no eran posibles tales operaciones.
Lo anteriormente dicho nos revela también cuál es la fuente de la que extraen sus ganancias los miles de personas a través de las cuales se hace el intercambio, aunque no contribuyan de modo directo a la multiplicación física de los bienes, razón por la cual no raras veces se califica su actividad de improductiva.
El intercambio económico contribuye, como hemos visto, a la mejor satisfacción de las necesidades humanas y al aumento de las posesiones de los contratantes, tanto como pueda hacerlo el mismo aumento físico de los bienes económicos. Por consiguiente, todas las personas por cuyo medio se llevan a cabo estos intercambios son —siempre bajo el supuesto de unas operaciones de intercambio económicas— tan productivas como los agricultores y los fabricantes, porque la meta de toda economía no es la multiplicación física de los bienes, sino la satisfacción más plena posible de las necesidades humanas y, para alcanzar esta meta, la contribución de los comerciantes no es menos importante que la de aquellas personas a las que hasta ahora se ha considerado, desde un punto de vista excesivamente unilateral, como las únicas productoras.
Son bienes económicos distintos
La siguiente frase es la que subyace en las críticas actuales a Mercadona: “razón por la cual no raras veces se califica su actividad de improductiva”. Quizá no se considera a Mercadona como totalmente improductiva, pero desde luego sus críticos sí que consideran que el beneficio que obtiene es desproporcionado con respecto al valor que ellos creen que aporta en la cadena de producción.
Los críticos emplean el argumento de que el agricultor obtiene sólo 0,20 euros por un kilo de limones cuando Mercadona los vende por 2,50. Es un argumento efectivo en principio porque ciertamente se están comparando los mismos limones físicos, y si son la misma cosa ¿Cómo es posible que su precio sea tan distinto?
Y es aquí donde está la trampa argumental, que los limones en manos del agricultor y en manos de Mercadona sean la misma cosa física, nada tiene que ver con que sean el mismo bien económico. ¡Son bienes económicos distintos!
Un bien económico lo es en tanto en cuanto satisface una necesidad humana. Es decir, un bien económico no es una cosa, sino una relación entre una cosa y una persona. Las toneladas de limones en manos del agricultor no tienen ningún valor de consumo para él. Es incapaz de consumir tantísimos limones antes de que se pudran. Es más, si atendemos únicamente a su valor de consumo, no sólo no son un bien, sino que son una carga, pues tiene que almacenarlos, vigilarlos y poner el cuidado necesario para que se conserven en buenas condiciones. Esto es, todos esos limones solo le supondrían costes y ningún beneficio porque no puede consumir semejante cantidad de limones.
Limones en el árbol, limones en Mercadona
Sin embargo, esos mismos limones en un lineal de Mercadona en una gran ciudad sí que pueden tener valor de uso para los habitantes de la ciudad, pero para ello necesitan pasar por una transformación económica, independientemente de que físicamente sean los mismos limones. Para que el limón pueda tener valor de consumo para los habitantes de la ciudad tiene que estar disponible en algún lugar durante un gran número de horas al día. Un consumidor de Pontevedra no otorga ningún valor de consumo a un kilo de limones almacenado en una nave de Castellón, pero sí está dispuesto a pagar por un kilo de limones en el supermercado de su barrio.
Una vez que partimos de la premisa de que el consumidor de la ciudad valora esos limones en el supermercado, es cuando tiene sentido para los comerciantes correr el riesgo de incurrir en los costes para que esos limones estén disponibles casi en cualquier momento para el consumidor. Para ello necesitará pagar un local, empleados que atiendan a los consumidores, electricidad, seguros, marketing, personal administrativo, licencias, impuestos, etc.
En definitiva, el limón en la ciudad es otro bien económico porque lo valoran otras personas distintas, y su distinta ubicación y disponibilidad implica unos costes asociados distintos, que pueden llegar a ser infinitamente mayores a los costes de producción del agricultor. El idéntico aspecto físico del limón habilita la trampa argumental y esconde la gran diferencia económica entre un limón en el campo y otro listo para el consumo en la ciudad. Pero desde un punto de vista económico, la diferencia entre ambos limones no es distinta en esencia a la diferencia entre dos kilos de uva y una botella de Vega Sicilia.
Ver también
Señores agricultores: no culpen a los intermediarios. (Juan Ramón Rallo).
En defensa de las grandes superficies. (Juan Morillo).
Los intermediarios y los agricultores (otra vez). (Juan Morillo).
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