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La falacia de la paridad

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No cabe duda de que las democracias realmente existentes, como Gustavo Bueno las suele denominar, son claramente insuficientes. La sobreabundancia de poder del ejecutivo y de su maquinaria administrativa ha fagocitado buena parte de la independencia del judicial y casi toda la del legislativo. Muchas son las críticas racionales que, desde el punto de vista de la libertad, cabe hacer a la deriva presente de nuestros regímenes.

Pero este análisis queda en un margen cuando se presentan, cada vez con más fuerza, no críticas a la desaparición del equilibrio entre poderes y de la pérdida de su juego de balances y controles, sino a todo el sistema democrático en sí y, como salida, se propone el acoso a lo escasamente liberal que queda de él. Los acorralamientos de la sede parlamentaria en España no pretenden resucitar la señera idea de un parlamento que controle al poder sino la oscura y arcaica concepción que cuestiona toda reminiscencia de libertad.

En el sentir de los atacantes del Congreso de los Diputados, con los parlamentarios en sesión plenaria, es decir, en las funciones para las que fueron elegidos hace menos de un año, la democracia, el parlamento, la política, los políticos y los partidos en que estos se organizan, son todos iguales e igualmente nocivos.

Se trata de una falacia la que plantean, sin duda, pero no una del tipo de las inocentes, fruto de un justo enojo mal enfocado. Esto es precisamente lo que aseguran muchos opinantes de talante "liberal", entendido este como bondadoso y acríticamente tolerante. Por el contrario, se trata de una mentira doble que es necesario desmontar.

En primer lugar asistimos a una reedición descarada de la ya célebre teoría de la paridad. La formulación, no exhaustiva, de la misma sería la idea de que cuando fracasa la derecha, ella es la responsable y, cuando es la izquierda la que lo hace, todos son culpables por igual. Por parte de la gente de izquierdas, admitir esa paridad es como una muestra de su "espíritu autocrítico", una concesión destinada a demostrar su buena fe.

Pero es en esa fingida simetría donde el argumento es más engañoso pues, si bien la nefasta gestión actual de la crisis recae sobre la derecha en los últimos once meses, el movimiento de cuestionamiento nació cuando, tras ocho años de gestión socialista de la misma, se barruntaba una derrota electoral. Antes de que la crítica liberal, la que tiene una explicación de la depresión económica compatible con los hechos, se hiciera con la hegemonía en la opinión pública, el movimiento 15-M generalizó una paridad, un descontento por igual, al margen de que el intervencionismo fuera la receta que Zapatero usó para caer en la profunda crisis, la misma que aplicaron los gobernantes catalanes, andaluces, valencianos y muchos otros. De esa manera la izquierda triunfa nuevamente y propone con fuerza la salida de más intervencionismo.

Por otro lado, los atacantes de "la clase política" fustigan el concepto mismo de sufragio universal libre, directo y secreto que, con garantías aún no superadas por sistema alguno, por la vía de deslegitimar al Parlamento. No se acosa a una institución de esa manera sin cuestionar también el mecanismo inmejorable que lo hace posible. El movimiento del 25-S es, en sus efectos, propagador de gérmenes antidemocráticos e ideas claramente liberticidas.

Nada hay que pueda considerarse un avance en el actual movimiento de desencanto. Dirigen sus cañones hacia los de siempre y salvan de la quema a la causa de los problemas.

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