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Localismos culturales

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Se dice que uno de los mecanismos de defensa ante la uniformidad es destacar la particularidad. Es cierto y sucede en muchos niveles de experiencia social. Dicen también que la globalización, y lo dicen sus detractores, ha traído una uniformidad cultural al modo occidental y que eso ha suscitado reacciones identitarias extremas y, según los antiglobalizadores, saludables.

Eso es cuestionable, sin duda. Y lo es porque quienes fuerzan la lucha contra las señas de identidad occidentales son políticos o aspirantes que no aceptan que sus compatriotas prefieran la moda francesa a la local, por ejemplo. Y, lo que es aún peor, no soportan que su elección sea libre. Para mantener su poder, o para recuperarlo, se inventan un imperialismo cultural cuando lo que hay es una aceptación libre de otras modas y costumbres. Inventado éste, la solución es liberarse de ese imperialismo, eso sí, por la fuerza coactiva de las leyes y, si hace al caso, de las armas. El resultado es una tremenda impostura donde el indigenismo más racista pasa por liberador y la mediocridad cultural, por riqueza.

En la España de las autonomías se llevan muchos lustros cayendo en ese papanatismo. La clave, como siempre que sucede un regreso a la tribu, está en las clases políticas locales. Un escritor regional es mejor y más digno de ser estudiado en su patria chica que Cervantes. Un economista de andar por casa, por el mero hecho de que anduvo por casa, ya merece más loas que un premio Nobel. 

Las autonomías nos trajeron esto: que la Historia Universal, la cultura universal, todo lo universal, o sea, lo que trasciende la tribu y llega al individuo por su excelencia, haya caído en desuso por los políticos autonómicos. Se subvencionan con dinero público a escritores locales porque lo son, a reformistas locales porque lo fueron, por más que se hubiera demostrado su deuda intelectual con otros sabios foráneos. Eso da igual. El mundo empieza con los míos, con lo mío.

Lo que sucede es que con estas artes lo que estamos es, además de asentando las bases del poder plutócrata de los jefes de tribu, rebajando el nivel cultural de la población. Y, por si fuera poco, de tanto degustar lo mediocre por encima de lo excelso, las sucesivas generaciones de españoles bajan la pendiente a cada vez mayor velocidad.

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