De la misma forma que la caída del muro del Berlín el 9 de noviembre de 1989 marcó el final de una década, podríamos aventurar que la nuestra comenzó el 11 de septiembre de 2001 y todavía no ha concluido. Desde entonces una crisis latente recorre Occidente, que se ha demostrado incapaz de gestionar “el fin de las ideologías”, superadas por una síntesis de liberalismo estatista que promueve la doctrina de la tolerancia infinita frente al multiculturalismo en la forma de un Estado del Bienestar que se financia a través de una expansión crediticia irreal.
Entonces, no solo se tambalearon los cimientos de las Torres Gemelas, sino que con ellas se pusieron de manifiesto las debilidades de las formas políticas bajo las que nos organizamos actualmente. El pánico y la indefensión se calmaron con una respuesta contundente que conllevó restricciones en las libertades que, en algunos casos, se mantienen hasta el día de hoy. Entre otros ámbitos, Internet, que permanecía virgen a la intervención estatal, empezó a ser objeto de preocupación y legislación; estos días comprobamos cómo la fuerza de los gobiernos recae sobre un hombre, Julian Assange, héroe para unos y villano para otros, por mantener un refugio de anonimato en el que volcar secretos -y cotilleos- de Estado. El debate sobre la neutralidad en la red forma también la agenda política, y su regulación podría, en lugar de garantizar un acceso libre, garantizar la intervención estatal para igualarnos por la base en el mundo virtual. Ejemplos que algunos podrán considerar banales pero que sin duda marcan la tendencia de los estados, siempre dispuestos a garantizar la seguridad de sus ciudadanos a cambio de un alto precio. Otro ejemplo es el de la hiperregulación de sectores como el energético debido a la alarma creada por un supuesto apocalipsis climático que no termina de llegar pese a sus heraldos. Recientemente en España se ha decretado uno de los estados de excepción previstos en la Constitución para desbloquear el cierre del espacio aéreo que causaron los controladores al abandonar sus puestos de trabajo y en el que de momento nos encontramos.
El mismo temor que nos lleva a sacrificar libertades es la misma pulsión sobre la que se ha construido el Estado del Bienestar. El miedo a una enfermedad a la que no podríamos hacer frente por nosotros mismos nos incita a delegar esa responsabilidad, aunque la falta de incentivos de mercado para la investigación impida encontrar remedios futuros. El miedo a perder el trabajo nos impele a legitimar un sistema de subsidios que, en lugar de ayudar al posible desempleado, encarece y dificulta la contratación. Y así con todas y cada una de las garantías del bienestar que el abrazo maternal del Estado nos ha ido ofreciendo hasta constreñir la capacidad creadora y equilibradora del libre mercado. Un sistema económico y socialmente insostenible que empieza a colapsar, pero que no por ello impide a la propia organización reestructurarse para no perder su hegemonía. Como si de una extremidad gangrenada se tratase, el Estado se deshará de sus políticas más inoperantes sin renunciar a mantenernos en un verdadero Estado de Alarma.
Así, en este estado de pánico perpetuo en el que nos encontramos sometidos, parecemos decididos a renunciar a la libertad para garantizar nuestra seguridad. Como un rebaño de ciudadanos pastoreado por una casta de políticos, no reparamos a preguntarnos si la cerca que levantan a nuestro alrededor nos protege de los lobos o es utilizada para mantenernos bajo control. El lobo no solo se encuentra entre nosotros vistiendo piel de cordero, sino que nos domeña con el cayado del pastor.
¿Implica este razonamiento justificar o legitimar en algún modo un ataque terrorista, el bloqueo de la navegación aérea? Absolutamente no, de ningún modo. Siendo hechos muy distintos, solo son comparables en que sus únicos responsables son quienes los causaron: los terroristas en el primer caso y los controladores en el segundo.
Pero esto no debe impedir analizar las decisiones políticas desde una perspectiva crítica. De hecho, al no hacerlo caeríamos en una grave irresponsabilidadm pues jamás debemos olvidar las palabras de Jefferson advirtiendo que “el precio de la libertad es una eterna vigilancia” a sabiendas de que el poder a vigilar en nuestros días es el de las leyes que se atribuyen la capacidad de transformar la realidad. Leyes que pueden dictarse de forma provisional para atajar una situación de peligro inminente, real o imaginado, pero que terminan sumándose al acervo normativo para ser utilizadas de forma ordinaria en lugar de extraordinaria. Rara vez, cuando el Estado avanza restringiendo nuestras libertades vuelve sobre sus pasos deshaciendo el camino andado. Ahora más que nunca, los hombres celosos de su libertad deben -debemos- permanecer en un verdadero estado de alarma.
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