Mañana habrá huelga de funcionarios. Al margen de sus niveles finales de seguimiento, ha venido acompañada por un sinnúmero de declaraciones de sindicatos con frases como: “no vamos a pagar la mala gestión de la crisis” o “los funcionarios de más baja escala no podrán vivir decentemente tras el recorte”. La idea que empuja a esta postura es la de que el salario ha de permitir una vida “digna” al margen de lo productivo que sea el trabajo desempeñado, que ha de hacerse una buena gestión para mantener esta ficción y, aún en caso de desastre, mantener indefinidamente la mentira.
En las últimas dos décadas se han encadenado, formando un buen catálogo, las perversas consecuencias de la intervención de los gobiernos en la vida de los ciudadanos. El monopolio de emisión la moneda, que ostentan los estados, junto con su connivencia con los bancos para incrementar la oferta de dinero, por un lado. Por otro, se ha generado, tiempo ha, la falsa idea de que las personas tenemos derechos que otros han de cubrirnos al margen de que estos quieran hacerlo y, por tanto, al margen de la productividad real de quien presta el servicio o de la sociedad que lo subvenciona. Esos derechos, que son coacción, pura transferencia arbitraria de riqueza, se pagan con impuestos, con creación de dinero sin respaldo real de ahorro real, y con endeudamiento público.
Una parte de este hipócrita sistema articula la cobertura de tales falsos derechos mediante la prestación directa por el estado de determinados servicios. Unos, como la educación o la sanidad, serían servicios que los ciudadanos demandarían, y serían cubiertos por la creatividad empresarial, de no ser defectuosamente proporcionados por los gobiernos. En caso de que dicha iniciativa empresarial lo hiciera, los profesionales encargados sabrían cuál es su productividad, es decir, su aportación al producto final de su empresa, y, por tanto, sabrían cuál es la referencia de su salario. El salario es el precio del factor trabajo y éste está orientado, como cualquier otro factor, por el valor de su producto marginal (descontado el interés originario). En una economía libre los salarios tienden a reflejar la productividad.
Pero, ¿qué ocurre en un estado que suministra los servicios que habrían de proporcionarse mediante el mercado libre?. Sencillamente que de quienes lo proporcionan, los funcionarios, no puede decirse si reciben demasiada cantidad de dinero o demasiado poca. El servicio que suministran recibe subvenciones al consumo (es gratuito o semigratuito) y no existe una medida de las preferencias del consumidor-usuario que, plasmada en un precio, en contraste con la oferta del servicio, dé como resultado un valor final del mismo. Al no haber valor final, no hay valoración de los factores utilizados, ni siquiera del trabajo.
Podemos especular, a la luz del desempeño de muchos funcionarios que, evidentemente, éstos están mal pagados, o, no, que están pagados en exceso. Pero su productividad, fruto combinado de su trabajo con el conocimiento y la tecnología aplicada en sus profesiones, no tiene medición posible. A la luz del resultado global del gasto público en cada servicio del estado, puede, no obstante, deducirse sin margen de error, que los trabajos que desempeñan los funcionarios en sus puestos de trabajo son excesivamente caros. Lo son porque solamente existen incentivos para encarecer y ninguno para abaratar. Se valora el servicio público por la cantidad despilfarrada, puesto que no hay medida de la rentabilidad real del servicio.
Ningún incentivo existe a la eficiencia económica. Los recursos humanos y materiales son adquiridos por los gobiernos no en mercado de factores, sino mediante impuestos obligatorios, inflación crediticia y endeudamiento. Estas tres fuentes del poder económico del político y del funcionario les alejan de todo control de su productividad, de toda eficiencia en la gestión y de toda legitimidad para pedir más dinero por no se sabe qué. Dirán que lo hacen por el interés general, pero, al margen de que esta fórmula esconde su contrario, que unos ganan y otros pierden, no es posible medir de verdad las preferencias de bienestar de la gente y, por tanto, su aserto es pura mentira, que oculta sin más una variante más de la llamada “tragedia de los bienes comunales”.
Por esto, si usted es funcionario y mañana se pone en huelga cambie su lema por el de: “saqueemos el erario público nosotros antes de que otros lo hagan”.
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