El liberalismo clásico propone como modelo un Estado mínimo dedicado a proteger la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos de las agresiones de otros individuos o Estados extranjeros. Así el Estado se limitaría a proveer tres servicios básicos: tribunales (ley), policía (seguridad) y ejército (defensa nacional). En tanto Estado, detentaría un monopolio jurisdiccional sobre el territorio, esto es, sería el árbitro último en cualquier disputa que tuviera lugar dentro de sus fronteras. La mayoría de liberales clásicos aceptan que el Estado tiene derecho a cargar los tributos necesarios para financiarse y desempeñar correctamente las funciones que le corresponden.
La eventual viabilidad del Estado mínimo, como la de cualquier sistema político, depende de la aquiescencia activa o pasiva de la mayor parte de la sociedad hacia ese orden social. Teóricamente, pues, para que el Estado mínimo sea una realidad basta con que la mayoría de la gente crea que es el sistema más justo y el que genera mayor prosperidad. Planteada en estos términos la viabilidad del Estado mínimo parece, sin duda, posible. Pero, ¿es sostenible en el tiempo? ¿Tiene una estructura de incentivos interna que lo hace estable, o que por el contrario la empuja a su progresiva disolución?
El Estado actual es un monopolio de la fuerza que monopoliza varios sectores e interviene en virtualmente todas las esferas de la vida económica y social. El Estado mínimo es un monopolio mínimo, limitado a los servicios de gendarmería (ley, seguridad y defensa). Pero monopolio al fin y al cabo. Nadie puede "tomarse la ley por su mano", "escindirse del Estado", o "crear su propio Estado o empresa que compita con el Estado en la provisión de servicios de gendarmería". El Estado, por tanto, está afectado por los mismos problemas que cualquier otro monopolio.
Un monopolio tiene incentivos para subir el precio por encima del precio que fijaría en ausencia de barreras de entrada, para aumentar así sus beneficios. Al mismo tiempo, carece de incentivos para esmerarse al máximo en ofrecer un servicio de calidad, pues nadie va a arrebatarle su posición privilegiada. En el caso del monopolio público de la fuerza la situación es más grave: las contribuciones son obligatorias (impuestos), por lo que el Estado puede fijar el "precio" que quiera a sus servicios sin que podamos abstenernos de pagar. Si a esto añadimos los problemas derivados de la imposibilidad del cálculo económico en un sector nacionalizado, tenemos como resultado un Estado mínimo que nos ofrece servicios de gendarmería de una calidad muy baja a cambio de impuestos demasiado altos.
Pero el Estado sigue siendo mínimo, ¿no? Sigue cumpliendo con las funciones que se le han encomendado y ninguna más. Sin embargo, su condición monopolística y la naturaleza coactiva y redistribucionista de los impuestos tiene ulteriores implicaciones.
El Estado mínimo carga impuestos a los ciudadanos. Como señala Robert Nozick en Anarquía, Estado y Utopía, los impuestos deberían ser redistributivos para compensar a quienes se fuerza a participar en el sistema. Aunque pudiéramos concebir un Estado mínimo que cobra a cada ciudadano exactamente lo que recibe en seguridad y justicia (una tasa), es dudoso que muchos minarquistas favorecieran la propuesta, pues la razón por la que defienden un Estado en primer lugar es porque consideran que la protección de los derechos individuales es un prerrequisito de la sociedad libre y debe ser "garantizada a todos", incluidos los menos pudientes. Teniendo en cuenta que la tasa sería además artificialmente elevada, por los motivos mencionados antes, la redistribución se antoja aún más necesaria para proveer servicios a aquellos que no pueden o no quieren permitírselo a ese precio.
Al legitimar los impuestos y la redistribución se abre la caja de pandora. Si es legítimo confiscar dinero a Juan para pagar la seguridad a Pedro, ¿por qué no es legítimo confiscar dinero a Roberto para pagar la sanidad, la pensión o el subsidio de desempleo a María? El argumento en contra de la redistribución queda muy debilitado. Si se tolera un poco para alguien, ¿por qué no un poco más para alguien más? Es razonable pensar que un número creciente de gente presionará para que se amplíe esa tolerancia en el margen.
En este contexto hay que tener en cuenta el efecto de la socialización de los costes. Los costes de un servicio público se socializan cuando lo sufragan todos, no únicamente el beneficiario. ¿Y a qué conduce la socialización de los costes? Imaginemos dos mesas en un restaurante de 20 personas cada una. En la primera los costes se socializan, esto es, las facturas individuales se sumarán y se dividirán por 20. En la segunda mesa los costes se internalizan: cada persona paga por lo que consume. ¿Qué mesa habrá gastado más al final de la comida? La primera, pues cada comensal piensa: "si pido un plato más caro no lo pagaré yo, pues el precio se reparte entre todos". Pero como todos piensan lo mismo, acaban pagando más.
En el contexto estatal los individuos tienden a despreciar los costes de que otros reclamen ayudas y prestaciones (pues se diluyen entre todos los contribuyentes) y al mismo tiempo tienden a codiciar las prebendas estatales (cuyos beneficios recoge en exclusividad el recipiente). El resultado no es otro que una demanda creciente de prestaciones por parte de la población, con el consiguiente aumento del gasto público. El caso de las regulaciones es análogo (protege o privilegia a unos grupos a expensas de los demás). Los individuos y colectivos se hallan ante el clásico dilema del prisionero: desde una perspectiva global todos estarían mejor si nadie solicitara prestaciones o regulaciones, pero desde el punto de vista de cada individuo o grupo en particular es beneficioso escaquearse y obtener una prestación o una regulación mientras el resto se abstiene de solicitarla. Como todos quieren ser el que se escaquea y nadie el que se queda atrás, todos acaban pidiendo prestaciones y regulaciones. Sin duda los principios éticos o la ideología de la gente puede ser un freno a estos impulsos, pero la cuestión sigue siendo que el Estado abre la posibilidad a la satisfacción de estos impulsos. Es la serpiente que introduce la tentación en el paraíso liberal.
Algunos minarquistas sostienen que el Estado puede limitarse de forma duradera a través de una constitución, separación de poderes etc. Pero como decía Anthony de Jasay, es como poner un cinturón de castidad a una doncella y dejar la llave al pie de la cama. Si es el propio Estado el que se pone los límites (a través del parlamento, el tribunal constitucional, etc.) puede modificarlos o reinterpretarlos cuando se vea empujado a ello. La historia de los Estados Unidos ilustra que el propósito y el significado original de una constitución cuasi-minarquista no resiste la presión del Estado por crecer y rebasar los límites que ésta impone.
Por tanto cabe preguntarse, ¿es el Estado mínimo una meta realista o utópica? A lo mejor vale la pena por poco que dure, o para comprobarlo. O quizás como paso previo a desmantelar el monopolio y tirar la llave por la ventana.
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