Pongamos por caso que mañana un extraterrestre visita la Tierra. Pongamos por caso que alguien decide mostrarle una galería de los seres humanos más influyentes de la Historia. Es muy posible que, de entre los hispanos –y digo hispano y no hispanoamericano porque la culpa del desaguisado la tenemos todos–, encabezase la lista Ernesto Guevara de la Serna, esto es, el Che Guevara, un argentino cubanizado que murió joven pero cuyo retrato es el más reproducido del mundo en todo tipo de soportes.
Las razones por las que la dichosa foto de Korda reconvertida en icono se ha extendido por todo el planeta sin importar cultura, clase o condición son bien conocidas. Es irónico, pero al Che, que tanto maldijo del capitalismo, ha sido el propio capitalismo el que ha elevado su imagen a los altares. Es algo connatural al sistema. Si hay demanda, hay oferta. Tan simple que asusta. Lo que no queda del todo claro es por qué un personaje que lo único que hizo por la humanidad fue liquidar a unos cuantos de sus miembros ha conseguido llegar tan lejos.
Muchos dicen que es la propaganda comunista la que ha perpetuado la imagen del Che. No es cierto. Nadie en su sano juicio llevaría una camiseta con la efigie de Lenin o de Pol Pot por muy afectos que le sean a la extrema izquierda. Por no llevar, nadie llevaría puesta una sola prenda con Fidel Castro como motivo, y eso que aún, aunque ajado, mantiene su viejo prestigio entre los intelectuales de medio mundo.
Otros aseguran que la clave reside en el poder de la moda, que no es desdeñable, especialmente en un mundo globalizado donde todos quieren llevar puesto lo que lleva puesto el vecino, y quien dice vecino dice el del país de al lado o el del continente en las antípodas. Un ejemplo es el pañuelo palestino, que hace furor en las gélidas ciudades europeas a pesar de que fue diseñado con otra función bien distinta. Pero el factor de la moda no es suficiente. Las modas son como los pantalones de campana: vienen, se van, se recrean y vuelven a irse. No tienen, además, porque significar nada. De hecho, por lo general, nunca significan nada.
El icono del Che, sin embargo, significa algo, exactamente lo que uno quiera que signifique, y ahí radica su poder. El que para unos fue un revolucionario justiciero, para otros fue un pacifista concienciado con el medio ambiente, y para los de más allá un dechado de virtudes democráticas que reúne todo lo bueno que cabe en el alma humana. Es un símbolo total, moderno y a gusto del consumidor. ¿Quién da más? Por eso nadie lo rechaza de plano, aunque, en rigor, haya muchos motivos para hacerlo. Esa es la verdadera fortaleza de un icono ya transformado en mito. La verdad no importa porque la mitología ni sabe de verdades ni quiere saber de ellas. Es una cuestión de fe más o menos ciega, más o menos estúpida que trasciende con mucho el ámbito de lo político y, no digamos ya, de lo histórico.
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