La persecución de los crímenes sin víctima es, junto con la guerra, la mayor amenaza a la libertad individual. Los delitos de opinión, la prostitución, la inmigración o la tenencia de armas entre muchos otros copan gran parte de las condenas penales. Pero si hay un delito consensuado o sin víctima que descuella sobre los demás por su importancia, este es el del consumo, tráfico y producción de drogas. Cerca de dos tercios de los reclusos en España ocupan una celda por algún delito «contra la salud pública».
Todo el mundo, o casi todo, acepta que debe ser así. Las drogas son perniciosas e infligen un daño moral a la persona que puede ser irrecuperable. Un anuncio que ocupa estos días la pantalla sugiere que el daño comienza pero no acaba en la persona consumidora, sino que se extiende a todas aquellas con las que tiene alguna relación. Si el mal del consumo de drogas es tan claro, ¿cómo oponerse a su prohibición? La razón es que, por un misterio que quizás no se haya explicado plenamente, hay comportamientos que son (aunque no en todos los casos) perniciosos, pero su prohibición resulta más perniciosa que permitir su libre ejercicio.
La guerra contra las drogas ignora esta realidad, pero si se acerca uno a su justificación comprobará que no resiste una mínima apelación a la racionalidad. Para empezar, no hay una relación directa, unívoca y general entre el consumo de una sustancia y la producción de determinados efectos. Antonio Escohotado, en su Historia de las drogas, explica que «tras varias décadas de esfuerzos por lograr una definición ‘técnica’ del estupefaciente, la autoridad sanitaria internacional declaró el problema irresoluble por extrafarmacológico», por lo que su consejo es «clasificar las drogas en lícitas o ilícitas». Esto supone ceder al Estado la decisión arbitraria (ya que no tiene soporte científico) de penalizar unas sustancias y no hacerlo con otras.
Hay defensores de la legalidad del consumo y tráfico de drogas caen en el error, acaso por contrarrestar la propaganda en su contra, de negar prácticamente todo riesgo asociado al consumo, cuando la cuestión que está en juego no es esa. El problema es que no se puede prohibir un comportamiento por el hecho de que tenga un riesgo, especialmente cuando no se puede valorar de antemano qué riesgo está asociado a ese consumo. Ese conocimiento es relevante para el comportamiento individual, para sumarlo a su criterio de acción, pero no puede incorporarse eficazmente a una legislación, ya que por su propia naturaleza no sería capaz de recoger juicios de relevancia válidos para cualquier circunstancia futura. Prohibir el consumo de drogas no tiene lógica.
La persecución del consumo de drogas, ya sea directamente, ya contra su producción y distribución, requiere grandes recursos en manos del Estado que, de otro modo, se dirigirían contra la comisión de verdaderos delitos. Y la importancia que se otorga a este comportamiento penalizado sirve para justificar todo tipo de atropellos a los derechos de las personas. Un informe de Naciones Unidas de 1988 reconocía que la lucha contra las drogas se está «alejando de los principios generales del Derecho».
El problema no está definido científicamente, pertenece al ámbito de decisión de la persona sobre su propia vida y la lucha contra las drogas provoca verdaderos actos delictivos tanto por parte del Estado como por parte de los proveedores. No hay una lógica en la guerra contra las drogas, pero hay una implicación emocional muy fuerte, como en el caso de las armas. No obstante, estamos hablando de un asunto lo suficientemente grave como para dejar a un lado las emociones, especialmente si están basadas en un juicio erróneo, y abordarlo con racionalidad y sin prejuicios.
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