Creo que una buena izquierda es aquélla que siempre piensa en el futuro y no se preocupa mucho de nuestros pecados del pasado.
Con motivo del secuestro y asesinato de una niña en Huelva a principios de año, se desató un gran revuelo sobre los estrepitosos fracasos de la administración de justicia penal en España. De repente, casi todos los comentaristas repararon en que ese crimen atroz podría haberse evitado si la burocracia judicial hubiera funcionado debidamente. Para sorpresa de muchos, se supo que, cuando cometieron presuntamente esos delitos, este individuo tenía que cumplir una pena de prisión por abusar sexualmente de su propia hija menor, pero que la ejecución se había demorado durante años en un juzgado sevillano. Para colmo de males, el mismo individuo comparecía quincenalmente en un juzgado contiguo al anterior, porque así lo había decidido un juez de instrucción que le había imputado un delito similar contra otra niña.
Todo esto ocurría en plena campaña electoral, de manera que los políticos de los dos grandes partidos consideraron que era su obligación opinar sobre el asunto, como si no fueran directos responsables del calamitoso estado de los tribunales. La supuesta obsolescencia y falta de conexión de los programas informáticos con que cuentan los juzgados comenzó a ser una cuestión conocida para el público no especializado. El órgano de gobierno de los jueces abrió un expediente disciplinario al juez de lo penal por su posible falta de diligencia, el Ministerio de Justicia a la secretaria que servía en el mismo y la Junta de Andalucía a los empleados de ese juzgado encargados de la tramitación de la ejecutoria.
Pasada la tormenta inicial, y llegada, al parecer, una época de nuevo consenso, los nuevos portavoces de los grupos parlamentarios socialista y popular coincidieron en señalar que, si ellos se ponen de acuerdo, "modernizarán" la Justicia. Ahora bien, ¿qué entienden por modernización de la justicia? Mi hipótesis es que, aprovechando la situación de marasmo judicial que ellos mismos han generado, los políticos actuales quieren dar un paso más en el proceso de someter al poder judicial a un férreo control del Ejecutivo. Sobre todo en el ámbito que lo convierte en un auténtico contrapeso frente a las arbitrariedades más graves de los gobernantes: el orden penal. Lo demás es secundario para ellos.
El actual modelo de control político del poder judicial nació con la ley orgánica de 1985, auspiciada por el primer Gobierno socialista después de la promulgación de la Constitución de 1978. Contradiciendo las previsiones de ésta al respecto, en una línea de garantizar cierta independencia de la justicia mediante un sistema mixto de elección de su órgano de gobierno frente al régimen autoritario anterior, los socialistas cambiaron el sistema que regía hasta ese momento y optaron por la elección parlamentaria de todos los vocales del consejo general del poder judicial. Téngase en cuenta que ese órgano de gobierno tiene encomendadas funciones como la selección, formación y promoción profesional de los jueces, así como la imposición de sanciones a los mismos por infracciones en el desempeño de sus cargos. A este respecto, no parece necesario extenderse en las luchas que los vocales elegidos desde entonces han librado.
Por otro lado, los legisladores atribuyeron al Ministerio de Justicia la provisión de medios materiales y humanos de los juzgados y el régimen disciplinario directo de los secretarios judiciales y demás personal a su servicio. Si se trataba de perfilar una organización más eficiente, hubiera sido más acertado que la ejecución del presupuesto destinado a la administración de justicia correspondiera al órgano de gobierno de los jueces y que todo el personal a su servicio se pusiera bajo la responsabilidad y la dirección de los jueces y tribunales concretos. Al mismo tiempo que esa organización configuraría un baluarte para la independencia de los jueces, sería más fácil determinar las responsabilidades internas y externas de todos los que sirven en los juzgados.
Paralelamente, los gobiernos socialistas nombraron a individuos destacados por su fidelidad al partido en la Fiscalía General del Estado. Su papel fue crucial para controlar los daños que los famosos escándalos del GAL y de corrupción ocasionaron a los sucesivos gobiernos, siempre según su propia perspectiva.
Antes de su "dulce derrota" de 1996, los socialistas, dirigidos en esa materia por un trío de estrategas postmodernos, impulsaron la aprobación de un nuevo Código Penal y la ley del jurado. La aprobación del primero provocó la revisión de oficio de decenas de miles de sentencias firmes para adecuarlas a su sistema de penas. Esa pauta de asignación de tareas redundantes a la burocracia judicial marcó estilo y se siguió en muchas de las dieciséis reformas aprobadas con posterioridad. Simultáneamente se transfirieron las competencias sobre el personal al servicio de los juzgados y la provisión de sus medios materiales a las comunidades autónomas.
La estancia del PP en el Gobierno no supuso modificaciones sustanciales en la organización de la justicia penal. Antes al contrario, en el año 2001 el último gobierno de Aznar acordó con el PSOE un "pacto por la reforma de la Justicia" cuya traducción legislativa fue la consolidación del modelo de elección parlamentaria de los miembros del órgano de gobierno de los jueces (CGPJ) con leves matices y una desigual reforma procesal que ratificó un procedimiento especial que deja totalmente en manos de la policía la instrucción y la celebración de juicios en el caso de delitos menores.
A todos los anteriores desaguisados contra la justicia, se sumó la ejecución de parte del programa postmoderno socialista durante la pasada legislatura. De sendos plumazos, con el aplauso de una mayoría aterida por la retórica a la sazón desplegada, se liquidó el clásico postulado liberal de la igualdad de todos los individuos ante la Ley. Me refiero a esos dos textos, redactados como si se tratara de proyectos de ingeniería social autosuficientes, llamados por sus promotores ley de medidas de protección integral contra la violencia de género y ley para la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. La primera de esas leyes ha introducido juzgados de excepción y un procedimiento penal sin garantías para los denunciados. El enjuiciamiento en función del sexo de las personas y la imposición de penas siguiendo el mismo patrón nos retrotrae a tiempos premodernos. La segunda tiene pretensiones de conseguir transversalmente (palabra de moda) la igualdad mediante la ley y rebasa con mucho el objeto de este breve comentario. Su aprobación reciente, sin embargo, no permite todavía analizar el alcance de todos los agravios y conflictos que ambas van a desplegar.
En el medio plazo, otros mecanismos que han contribuido a salvar espacios de libertad en el ámbito de la justicia, dadas las características del caso español, están en el punto de mira de las pretensiones de los socialistas. La primera de ellas es la acción popular en el procedimiento penal, cuyo ejercicio ante los tribunales puso en aprietos a los gobiernos socialistas por los escándalos mencionados anteriormente y podría ponerle al actual en el futuro próximo. En consonancia con ello, una apretada mayoría de magistrados del Tribunal Supremo abrió la vía de denegar la legitimación de la acusación popular para sostener la acción penal en el juicio del proceso abreviado. La segunda es el acceso a la judicatura por medio de oposiciones objetivas, que, en una situación de intensa politización de la justicia, garantiza que el Gobierno no pueda nombrar directamente a los jueces de su gusto. En este sentido, el actual ministro de Justicia anunció el impulso de una reforma del sistema que permitiera a los licenciados con "mejores expedientes académicos" acceder a la carrera judicial sin necesidad de opositar. De cualquier modo, la perla mejor guardada para esa modernización de la Justicia es el apartamiento de los jueces de la instrucción de los procedimientos penales y su atribución al fiscal (recuérdese dependiente del Gobierno). Esa función del fiscal ha sido ensayada sólo en la ley de responsabilidad penal de los menores –con catastróficos efectos no del todo explicados al gran público–, pero su extrapolación se atisba con una subrepticia ampliación del tiempo (entre seis y doce meses) que el fiscal puede dedicar a practicar diligencias preprocesales sin dar cuenta al juez, según una reciente reforma del artículo 5 de su estatuto orgánico.
En conclusión, creo haber demostrado que la evolución del régimen político español posterior a la constitución de 1978 ha laminado las expectativas de conseguir una justicia penal propia de un Estado de Derecho. Utilizando como coartadas los efectos que han surtido anteriores medidas para controlar al poder judicial y una agenda antiliberal, los políticos socialistas, aliados a otros grupos colectivistas, tienen en marcha un programa de ocupación ilimitado de ese poder. La pusilanimidad, o, como parece ahora, la complicidad de una parte de la oposición con ese proyecto puede dejar tambaleantes a los pocos valladares de la libertad y la defensa de los derechos individuales que quedan en España.
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