No tiene nada de ilógico hablar de proporcionalidad en la defensa: es un concepto perfectamente consistente, no contradictorio y con mucho sentido. El derecho a defenderse de una agresión criminal tiene límites y no queda determinado solamente por lo que la víctima considere oportuno según su inmediata valoración de la situación. Legitimar la defensa proporcionada significa modular de forma inteligente el uso de la fuerza y no implica justificar el crimen ni facilitarle las cosas al agresor. La proporcionalidad no deja a la víctima indefensa o en una posición de inferioridad frente al criminal. Proporcionalidad no es lo mismo que igualdad: el agresor sabe que la víctima tiene derecho a usar más fuerza que él con una constante de proporcionalidad adecuada (obviamente mayor que la unidad). Es perfectamente legítimo utilizar armas en defensa propia, siempre y cuando su uso se adecue a la situación de modo que no causen daños desproporcionados: no es lo mismo inmovilizar, aturdir, herir o matar. No es necesario esperar a que la amenaza inminente, clara y letal se lleve a cabo, ya que entonces no sería defensa y sería demasiado tarde. Si existe una amenaza física clara de muerte, aunque aún no haya habido ningún daño, es perfectamente legítima la defensa a muerte.
El principio de la proporcionalidad es consustancial a la justicia (y a la defensa justa o legítima) e imprescindible para que ésta no sea arbitraria. El criterio de proporcionalidad en la defensa recuerda que de lo que se trata es de repeler la agresión, y nada más, según su potencialidad y gravedad. No es necesario ni adecuado el mismo uso de la fuerza para un hurto menor que para un riesgo vital; no es lo mismo que te ataque alguien muy débil o alguien muy fuerte; no es lo mismo que el agresor se rinda (o huya) en seguida o que el agresor incremente su amenaza y muestre que no va a ceder.
Afirmar que un criminal pierde sus derechos al cometer un delito es muy impreciso: es necesario aclarar qué derechos pierde y en qué medida; no parece muy sensato pretender que se pierden absolutamente todos los derechos (incluso a la vida) por delitos menores (pequeños hurtos). Una teoría ética que simplemente insista en que la propiedad es inviolable en cualquier circunstancia es incompleta: es necesario especificar con la máxima precisión posible (quizás sea poca) qué es legítimo hacer cuando la propiedad está siendo o ha sido agredida, y no vale simplemente afirmar que cualquier cosa.
La proporcionalidad en la defensa no se basa en ninguna ordenación jerárquica de las posesiones de una persona en función de su valor (las valoraciones son subjetivas y dinámicas); lo que implica es una cierta relación de simetría entre las acciones agresoras y las defensivas de modo que se evite la arbitrariedad. No es que unas cosas sean objetivamente más importantes que otras (aunque en general sí lo son, la integridad física o incluso la propia vida no son siempre más valiosos que los objetos impersonales o que otros posibles valores), sino que tienen diferente naturaleza. No se trata de que la persona no pueda decidir qué valora más o menos y que el criminal o los demás lo hagan por él. Mi derecho de propiedad sobre mis posesiones no implica que mis cosas no puedan ser valoradas por los demás, sino que sus valoraciones, sean cuales sean, no les dan derecho a apropiarse de ellas. Lo que importa no son la valoraciones de los demás sino sus acciones y sus consecuencias; no se puede exigir a nadie que no valore algo o que lo valore de determinada manera. Una persona no es más virtuosa por matar a un ladrón si resulta que valora más sus posesiones que la vida del delincuente: es absurdo pretender que mi acción es legítima si mato a un ladrón porque me importa poco su vida.
Una parte esencial de la inteligencia argumentativa consiste en distinguir diferencias relevantes. Los criminales que no respetan el derecho de propiedad ajeno pueden cometer diversos tipos de agresiones, con violencia física o sin ella. Algunos ladrones evitan a los dueños y huyen si son descubiertos; otros agreden directamente a sus víctimas para que les entreguen su riqueza (o para otros crímenes como secuestros o violaciones). No es lo mismo un hurto (se pierden objetos materiales, en general sustituibles) que un ataque físico contra la persona (se pierde la integridad física, quizás no reparable, o incluso la vida, totalmente irreversible). Los criminales son responsables de las situaciones que crean, pero éstas son muy variadas y no parece adecuado responder que todo vale contra cualquier delito. No es ni malicioso, ni simplista, ni irreal investigar las diferencias y cómo tratarlas. Lo que no es muy inteligente es no diferenciarlas y tratarlas a todas igual.
Una víctima se defiende para poner fin a una agresión que se desarrolla en el tiempo y puede cambiar: si el agresor abandona su intento, la defensa ya no tiene sentido; si el agresor agrava su amenaza, se responde con más fuerza. La víctima decide qué nivel de defensa usar siempre que este no sea excesivo: puede renunciar a defenderse (no es una obligación), hacerlo al máximo permitido por su derecho legítimo, pero no puede exceder ese límite porque al hacerlo se convierte en agresor. Es totalmente inadecuado pretender que la víctima puede legítimamente defenderse como le plazca, independientemente de la naturaleza de la agresión, porque luego en la práctica el que se defiende usará su sentido común y no se excederá sino que actuará según sus valoraciones subjetivas. Esto equivale a pretender que las normas objetivas son innecesarias porque la gente sabe cómo comportarse: si un derecho se concede, se ejercerá más que si no se permite (las normas desincentivan las acciones que prohíben). Es peligroso otorgar derechos a usar la fuerza de forma desproporcionada pretendiendo que serán bien empleados, y además la ética intenta minimizar (no maximizar) el uso legítimo de la violencia.
Según sea la agresión el derecho a la defensa en distinto. Las alternativas a este principio son que no existe el derecho a la defensa, que es completamente arbitrario o aleatorio o que es siempre el mismo e independiente de la naturaleza de la agresión, lo que en ocasiones será insuficiente y otras veces excesivo. Si el derecho a la defensa no dependiera de la intensidad de la agresión, se incentivaría al agresor para emplear el máximo posible de fuerza, ya que ello no altera la legalidad de la conducta del defensor.
Es lógico que la legitimidad de la reacción posterior de la víctima dependa de la acción previa del agresor: la defensa implica un ataque previo (o inminente). Como es el criminal el que agrede en cierto modo determina el derecho de defensa al decidir el tipo de agresión, pero esto no le beneficia en absoluto si la proporcionalidad se ajusta para que salga perdiendo. Si las normas son objetivas y universales ambos, agresor y víctima, saben a qué tienen derecho (otra cosa es que su conducta sea legal o no). El agresor comienza la interacción, parece que controla la situación ya que de él depende el nivel del derecho a la defensa de la víctima: pero esto no es ninguna ventaja para él, ya que cuanto más intensa sea su acción ilegítima más rango de actuación concede al defensor; además no sabe si la víctima decidirá excederse y responder de forma desproporcionada (no es lo mismo saber lo que es legítimo que suceda que saber lo que realmente va a suceder). Quejarse de que el agresor determina el derecho de la víctima a defenderse es como protestar porque si no me agreden me están quitando el derecho a defenderme. Una teoría ética que otorgue un derecho de defensa ilimitado a la víctima es muy cómoda intelectualmente para ésta ya que no tiene que pensar cómo adaptarse a la situación: pero es tan simple que resulta inservible.
La proporcionalidad en la defensa no es un consejo a la víctima respecto a cómo responder ante una agresión: es una norma limitadora y legitimadora del uso defensivo de la fuerza mediante la cual se le advierte de que su utilización excesiva lo transforma en agresor. La persona que no se defiende y permite que le roben corre el riesgo de adquirir una reputación de débil que incentive a futuros agresores potenciales. La persona que se defiende de forma desproporcionada puede disuadir a posibles agresores, pero también puede obtener fama de bruto, injusto y poco razonable, de modo que algunos evitarán relaciones productivas con él. Una opción inteligente es disuadir mediante la exhibición de la capacidad defensiva y de la disposición a utilizarla (de forma legítima) para así no tener que usarla.
La defensa ante una agresión tiene el serio problema de intentar averiguar los resultados previsibles de la acción del agresor. Para ello es necesario estimar su capacidad de acción, y sus intenciones si se trata de una acción premeditada, deliberada (no un daño posible por negligencia). En muchas ocasiones esto puede resultar muy difícil. También puede ser muy complicado modular de forma gradual la fuerza disponible por la víctima.
La percepción subjetiva de la amenaza no es suficiente (debe haber algún hecho objetivo) para justificar cualquier defensa, ya que una víctima podría excederse fácilmente y luego simplemente alegar que percibió riesgo extremo para su vida; se premiaría a los hipersensibles que logren demostrar que sufren mucho con cualquier daño por pequeño que parezca para casi todo el mundo.
Una defensa proporcional legítima no requiere que la víctima tenga información plena y perfecta de la situación: simplemente que actúe de forma sensata (no arbitraria, no histérica, no exagerada) según una percepción razonable de la misma en la medida en que esta es posible dadas las circunstancias particulares de cada caso. El conocimiento es imperfecto y limitado pero los hechos objetivos existen y pueden al menos intentar estimarse, la incertidumbre no tiene por qué ser total. Es importante considerar las dificultades de cognición y autocontrol emocional (miedo, pánico) que se producen durante una agresión violenta (especialmente si es rápida y por sorpresa), pero no saberlo todo no es lo mismo que no saber nada.
Muchas legislaciones estatistas son liberticidas en el sentido de estar sesgadas contra la víctima, pero la solución no es corregir ese error con el error contrario. En un sociedad libre, los criminales se pensarían mucho el actuar sobre la propiedad de los demás, pero no porque deban temer por su vida, sino porque el sistema policial y judicial va a descubrirlos, capturarlos y obligarlos a compensar a la víctima, por lo cual el crimen no les merecerá la pena. Un sistema de justicia eficiente puede llegar a compensar ser robado: el ladrón es capturado y se le obliga a compensar satisfactoriamente a la víctima para que ésta no salga perdiendo; no es tan importante defenderse de un hurto. Los daños causados por una defensa ilegítima pueden ser mucho mayores que los costes que supondría la captura y condena del criminal: el agresor muerto ya no puede trabajar para compensar a la víctima.
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