Birmania está lejos, pero no es pequeño ni está poco poblado. Con una extensión mucho mayor a la de España y 50 millones largos de habitantes, este país asiático, enclavado estratégicamente entre Tailandia y el Indostán, entre China y el golfo de Bengala, es uno de los lugares más pobres y más esclavizados del planeta. Y lo peor de todo es que, a diferencia de Cuba o Corea del Norte, casi nadie en Occidente lo sabe.
Una década después de obtener la independencia del Reino Unido sufrió el primero de una cadena de golpes de estado que ha condenado a tres generaciones de birmanos a vivir siempre bajo dictaduras férreas y extremadamente violentas. En los últimos cuarenta años, la antigua colonia británica donde tuvo lugar la célebre historia del puente sobre el río Kwai no ha conocido año tranquilo. La pesadilla comenzó con el golpe del general Ne Win, forjador de uno de los regímenes políticos más tenebrosos e implacables de Asia durante un cuarto de siglo.
Alineado sin fisuras con las tesis socialistas, el infame gobierno de Ne Win inauguró la llamada "vía birmana al socialismo". Ésta consistió, esencialmente, en cerrar el país a cal y canto. Se restringió hasta extremos absurdos la salida del país y la entrada de extranjeros. Dentro de las fronteras se abatió sobre Birmania un manto de silencio bajo el que se cometieron todo tipo de atrocidades que, por la naturaleza misma del régimen, eran desconocidas en el resto del mundo.
En 1988, coincidiendo con el apogeo de la Perestroika, se produjo un levantamiento en Rangún en el que los estudiantes pedían el fin de un régimen odioso. El movimiento sucumbió ante los militares, que llenaron la capital de cadáveres. Una vez más, los asuntos de la lejana y aislada Birmania pasaron desapercibidos más allá de sus fronteras. El levantamiento popular del 88, conocido como 8888 por haber estallado el 8 de agosto de aquel año sirvió como excusa a otro espadón, el general Saw Maung, para hacerse con el poder en nombre de un consejo nacional que, al menos nominalmente, aspiraba a restaurar la ley y el orden.
Se convocaron elecciones en 1990 pero los resultados no fueron del agrado del Consejo y el Maung las ignoró olímpicamente, abriendo un nuevo periodo dictatorial. Se cambió el nombre al país y sus líderes perseveraron en todos los defectos de la era Ne Win añadiéndole el de la corrupción y el mangoneo. Y así hasta la fecha, hasta que en agosto de 2007 se inició una nueva revuelta en Rangún, tan virulenta como la del 88. Sin embargo, esta vez algo ha cambiado. La URSS no existe y la velocidad y eficiencia con la que se transmite la información se ha multiplicado varias veces a lo largo de los últimos 20 años. El Gobierno lo sabe, de ahí una de sus primeras medidas fuese impedir, mediante la desconexión de la red birmana, el acceso a Internet.
A día de hoy el país está sumido en el caos y se desconoce la magnitud de las masacres perpetradas por el ejército contra la población civil y los monjes budistas que se sumaron en los primeros días a la rebelión. Occidente, por primera vez, se ha hecho eco masivo de la tragedia birmana. Lo que los grandes medios han preferido dejar de lado ha salido a la superficie a través de la red de redes. Los birmanos tienen, por fin, alguien que les escuche. Mal que les pese a los que malgobiernan la maltratada nación asiática, la línea con Birmania sigue abierta.
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