Grover Cleveland fue el primer presidente de los Estados Unidos salido de la cantera demócrata tras la Guerra Civil y el único que fue investido presidente en dos ocasiones discontinuas en toda la historia política americana. Este robusto abogado ocupó la alcaldía de Buffalo y fue más tarde gobernador del estado de Nueva York. Cuando estuvo al frente del Gobierno tuvo la osadía de guiarse por criterios liberales en la mayor parte de las ocasiones.
Durante su primer mandato (1885-89) hizo esfuerzos por conseguir un nivel bajo de gastos públicos e intentó desligar al gobierno de toda empresa privada. Fue célebre la anécdota de su veto a un proyecto de ley del Congreso que acordaba un gasto de unos 10.000 dólares en concepto de ayudas para simientes a granjeros de Texas por haber sufrido una dura sequía. Cleveland estaba convencido que socorrer así desde el poder induciría malos hábitos en la gente, que acabaría esperando asistencia del Gobierno ante cualquier problema y minaría las bases de su propia capacidad productiva y autoestima. Su justificación de aquel veto fue esta contundente afirmación: «Si bien es una obligación de los ciudadanos apoyar al Gobierno, no es, por el contrario, una obligación del Gobierno apoyar a los ciudadanos». Con mucha razón Mises comentaba, a propósito de esta leyenda, que debería estar colgada en todos los despachos de los hombres de estado para poder recibir como se merecen a los grupos de presión cuando les fueran a pedir protección (a costa de otros, se entiende).
Sus numerosos vetos a gastar dinero público a no ser que fuera estrictamente necesario le valieron fama de tacaño, pero consiguió un continuo y creciente superávit en el Tesoro. Tener este excedente, además, le parecía a Cleveland inapropiado ya que era un dinero que debía estar en manos de particulares para hacerlo productivo. Por ello propuso una drástica reducción de aranceles (inusitadamente altos desde la Guerra Civil, con un nivel medio del 47% del valor básico de los artículos importados) a los que calificó de «viciosos e ilógicos». Pese a ello, su intento quedó en meras propuestas, la Mills Bill, no ratificadas debido al bloqueo del Partido Republicano, mayoritario en aquellos momentos en el Senado.
Este presidente, que contestaba personalmente el teléfono de la Casa Blanca, suprimió el número de funcionarios federales y se opuso también, sin complejos, a prolongar las pensiones de numerosos veteranos de la Guerra Civil. Toda esta contención del gasto público le costó muy probablemente no ser reelegido. Fue la primera vez en 48 años que un presidente en ejercicio era derrotado para la reelección (el caso anterior había sido el de Martin van Buren en 1840, sin duda también por sus «peligrosas» convicciones liberales).
El paréntesis republicano de Benjamin Harrison supuso una clara vuelta atrás. En 1890, ante la depresión económica, se aprobaron dos leyes nefastas por iniciativa del mismo senador republicano que agravaron la crisis: la Sherman Antitrust Act de 2 de julio que en nada ayudó a la verdadera competencia entre empresas americanas (y que supuso el inicio del océano regulador del gobierno federal en asuntos empresariales) y la Sherman Silver Purchase Act de 4 de julio por la que el Gobierno se comprometía a comprar mensualmente toda la plata que se producía a un precio elevado para apoyar a los mineros patrios de plata y, al mismo tiempo, emitir billetes contra dicho metal y conseguir, consecuente e insensatamente, el abaratamiento del dinero para favorecer a los granjeros endeudados.
Esto afectaría la buena salud del Tesoro heredada de Cleveland, y no se les ocurrió nada mejor que elevar aún más los aranceles con la McKinley Act de 1 de octubre de 1890 (¡el nivel medio arancelario llegó así al 49%!) para cosechar irresponsablemente numerosos votos entre los muchos granjeros y productores ineficientes que existían por entonces.
Fue ésta una época de grandes avances técnicos e industriales (Eastman, Edison, Bell, Ford…) pero se estaba interviniendo desde el poder muy desacertadamente. En consecuencia, vino el llamado «Pánico de 1893» al recrudecerse la depresión, caer la bolsa y quebrar para finales de ese año unas 15.000 empresas (entre ellas, 500 bancos).
En su deslucido segundo mandato (1893-97) Cleveland tan sólo pudo revocar la Sherman Silver Purchase Act por haber favorecido la inflación y separarse de la deseable disciplina de la estricta adhesión al patrón oro (a raíz de esto, los demócratas se dividieron entre las facciones del patrón oro y los de la «plata libre»). El resto del mandato se centró en afrontar un problema tras otro: hubo de recurrir a la fuerza ante las numerosas huelgas de 1894 en distintos sectores y que tanto daño provocaron a la economía (especialmente en Chicago y en el Medio Oeste). En el plano internacional, los incidentes de Venezuela, Guayana, Cuba o las islas Hawai pusieron en un brete a su Gobierno, pero, pese a los aires expansionistas de la época, la diplomacia esencialmente anti-imperialista de Cleveland evitó involucrar a los Estados Unidos en empresas belicosas (cosa que no ocurrió con sus sucesores).
Frente al abrumador predominio intervencionista de la política federal norteamericana (tanto de republicanos como de demócratas, desde Lincoln a los dos Roosevelt), Cleveland supuso una valerosa isla que entroncaba con el liberal de Martin van Buren y con los padres fundadores de la nación americana –Hamilton aparte– al comprender bien la verdadera importancia de un Gobierno limitado.
Quede aquí un pequeño recuerdo de este audaz y «tacaño» presidente de los Estados Unidos.
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