Decía Theodore Dalrymple que es un error suponer que todos los hombres quieran ser libres. Añadía que incluso aquellos que celebran su libertad con entusiasmo, lo demuestran mucho menos cuando toca responsabilizarse de las consecuencias de sus actos (libres, añado). Tan acostumbrados estamos a que el Estado tutele nuestra existencia que cedemos crecientes parcelas de intimidad sin darle prácticamente importancia. Más aún, esta cesión nos parece una consecuencia natural de nuestra pertenencia a un conglomerado ciudadano, conjunto de individuos prensados y mezclados en la épica de la justicia social, pleonasmo que Hayek señalo como remedo de la justicia distributiva aristotélica.
Consentir que el estado penetra en nuestras vidas, particularmente en las relaciones familiares, es incompatible con la libertad, toda vez que supone un menoscabo de la responsabilidad que le da sentido. Un ejemplo especialmente doloso es la obligatoriedad de la educación, que se traduce en su presunta gratuidad a cambio de la conversión del desarrollo moral e intelectual de nuestros hijos en un desarrollo curricular pleno en transversalidades ideológicas y vacío en contenidos. No deseo que se eduque a mis hijos en valores, cuando esos valores los deciden pedagogos a sueldo del Estado.
No es admisible que la educación de nuestros hijos esté inspirada en agendas políticas cocinadas en una supuesta neutralidad ideológica. Neutralidad que, en el caso español de la Educación para la Ciudadanía, hay que entender como una opción más ya que en la práctica supone que nuestros hijos deberán aprender a sentir y a relacionarse con los demás de acuerdo a la receta psicopedagógica impuesta por los políticos, cocineros que, tratándose de la educación, suelen ser de izquierdas. Una opción más y por lo tanto no autónoma sino inspirada en la muy heterónoma moral de sus redactores.
El filosofo José Antonio Marina ha defendido recientemente la necesidad de la Educación para la Ciudadanía, la necesidad de aprender a ser un buen ciudadano, concepto que califica como expansivo, práctico y creador. No es de extrañar el interés del filósofo en dar al término “ciudadano” un empujón para apartarlo de las connotaciones estatistas que lo acechan sin remedio. Así, nos explica que si bien la persona es el centro de la ética, el fundamento de los derechos fundamentales (sic), “el acceso real a esos derechos se consigue en la ciudad, en la ciudad justa, por supuesto”. Será esta ciudad justa la que permita al ciudadano la posibilidad de disfrutar de sus derechos. Posiblemente Hayek estaría de acuerdo con Marina, al menos parcialmente, ya que el austriaco concedía al estado los mínimos necesarios para que facilitase la instrucción indispensable que permitiera que todos los ciudadanos compartiesen un “fondo cultural común”, en palabras de Paloma de la Nuez. En lo que Hayek no estaría de acuerdo, y no digo que Marina lo esté, lo malicio, es que, entre las propuestas a añadir a ese fondo, figurase la encaminada a conseguir buenos contribuyentes, que no son aquellos que no defraudan sino los que colaboran voluntaria y ciegamente en el endeudamiento del estado.
Marina se apoya en un ejemplo de atractivo innegable para los padres: la responsabilidad, esto es, “que nuestros jóvenes sean responsables, es decir que sepan tomar las decisiones correctas, para que no tengamos que someterlos a una vigilancia agotadora que acaba produciendo efectos nefastos.” Un ejemplo poco afortunado, a mi modo de ver, por dos motivos: en primer lugar porque acepto el papel tutelar que como padre me he comprometido a desarrollar (en otro momento comentaré por qué yo no creo en la familia anarcocap) y porque al constatar el lamentable estado en que ha quedado la “responsabilidad” durante estos años de LOGSE, se denuncia implícitamente la incapacidad de el Estado para afrontar un ámbito, la educación en valores de la persona, sobre el que se ha proyectado una y otra vez con animosidad política y con “efectos nefastos”.
Sin embargo, el mejor ejemplo, que es el peor espejo en el que reflejarse, nos lo ofrecen los políticos que cada día nos sorprenden menos con sus privilegios, corruptelas y violación del ámbito ciudadano, esa ciudad justa, que se comprometieron a defender.
Espera Marina que con la Educación para la Ciudadanía “los ciudadanos razonen bien en temas morales, tengan buenos sentimientos y se comporten justamente”.
Es curioso, mi hijo de tres años demuestra el despuntar de estas capacidades, eso sí, cuando no le perturba el sueño o el hambre o la varicela, al fin y al cabo es un niño. Espero que la educación obligatoria no haga buena la hipótesis del determinismo cultural y termine como tantos buenos ciudadanos dando por buena la libertad regalada por el estado.
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