Imagínese que es usted natural de cierto islote o peñasco pelado. Se trata de un solarcito del tamaño de una modesta capital de provincias española. No tienen recursos naturales, ni ninguna fuente de agua potable aparte de la lluvia, tampoco hay tierra fértil como para mantener a una población significativa, ni un pasado cultural esplendoroso. Jamás han recibido la más mínima ayuda económica y no tienen siquiera un gobierno propio. Son ustedes una colonia que pocos, aparte de algún profesor de geografía y los habitantes de los territorios contiguos, sabrían situar en un mapa.
Pongamos que en la colonia se celebra un referéndum sobre el estatus político. ¿Seguimos como estamos, nos independizamos o entramos a formar parte de un país desarrollado como un territorio más? En los últimos once años, dos colonias han celebrado sendos referendos de este estilo.
El de Bermuda de 1995, en que el 73% de los votantes lo hicieron en contra de la independencia. Y el de Gibraltar de 2002 en que un aplastante 99% votó: ¡virgencita, virgencita, que me quede como estoy! Es más, cuando el Reino Unido decidió entregar Hong Kong a la República Popular China, la respuesta de los ciudadanos de la colonia fue la de… ¡correr a hacerse con un pasaporte británico!
¿Qué puede ser tan bueno para los habitantes de una colonia como para compensar todas las carencias apuntadas en el primer párrafo?
Es evidente que se trata de paraísos fiscales y a estas alturas debería ser evidente que a menos impuestos y menos regulaciones, mayor prosperidad y desarrollo. De hecho, Hong Kong llegó a superar en PIB per cápita a la mismísima metrópoli británica y el de Bermuda es similar al de EE.UU. Pero hay quien dice que los espectaculares índices de PIB per cápita no reflejan un bienestar real del ciudadano común sino que son el reflejo contable de la localización en esos territorios de las sedes sociales de grandísimas multinacionales.
Peor todavía, los grandes estados-nación suelen acusar a estos pequeños territorios de blanquear dinero y de actuar como puerta de entrada a todo tipo de contrabando hacia Occidente; lo cual, de paso, los convierte en utilísimas herramientas para los terroristas.
Pero estas objeciones difícilmente explican el resultado de los referendos. ¿Acaso el 99% de los gibraltareños (y 73% de bahameses) que votan trafica con drogas o armas o blanquea dinero o tiene escondido en su casa a Bin Laden? Eso no se lo creen ni los hipócritas mandamases de las grandes socialdemocracias.
Lo que pasa, simplemente, es que pagar pocos impuestos cuando, además, tienen que soportarse pocas regulaciones compensa con creces todas las carencias naturales de un islote yermo. O dicho de otro modo, la calidad de los servicios prestados por el Estado del Bienestar no compensa su multitud de impuestos y regulaciones. Y, ante la disyuntiva, no son pocos los que prefieren largarse a uno de estos islotes del tesoro.
Ésta, por cierto, podría haber sido la historia reciente de la isla de Menorca si los británicos hubiesen mantenido allí una legislación como la de Hong Kong, Gibraltar o Bermuda en vez de irse. Es fácil suponer que sería la región más rica del planeta. Pero no hace falta que vuelva John Bull, basta con aplicar el viejo truco liberal que nunca falla: hacer a los hombres lo que jamás les haría un enemigo; respetarles la vida, la libertad y la propiedad privada. Así se crea una auténtica isla del tesoro. Aunque, en realidad, ni siquiera hace falta un islote, puede aplicarse en cualquier parte.
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