Una de las enseñanzas fundamentales de la primera encíclica de Benedicto XVI, Deus Caritas Est, es la pertinente separación entre la caridad (el amor auténtico: el ágape) y la justicia. Esta distinción se halla presente en toda la tradición cristiana; al fin y al cabo, la tradicional separación entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y la política, incide en este mismo tema: el amor (Dios) no debe mezclarse con la justicia (leyes terrenales).
Lo mismo sucede con otra de las más célebres parábolas del Evangelio, la del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32). Recordemos que en este pasaje, Jesús nos explica el caso de un hijo que abandona a su padre, reclamándole la parte de su herencia, y que tras despilfarrar el dinero y pasar calamidades, regresa a su casa arrepentido, momento en el que es recibido con los brazos abiertos por su padre.
La distinción entre justicia y amor está presente en todo el relato. Ya al principio se nos indica que el hijo exhorta al padre para que le dé "la parte de los bienes que le corresponde". Nos movemos, nuevamente, en la definición clásica de justicia suum cuique: dar a cada uno lo suyo. El amor del padre se ve rechazado por el hijo, quien decide actuar estrictamente en términos justos y no caritativos. El hijo rechaza el ágape con su padre y se aleja de él.
En cambio, después de dilapidar sus bienes, el hijo regresa arrepentido a casa y su padre lo recibe con besos y sollozos. No sólo eso, el gozo del padre es tan grande que no duda en desparramar su amor. La parábola nos indica que mandó entregar a su hijo el mejor vestido, un anillo y unos zapatos; así como organizar una fiesta en su honor matando al becerro más gordo. En otras palabras, el padre da a su hijo más de lo que por justa herencia le correspondía. Como ya expliqué en otra parte: "si la justicia significa dar a cada uno lo suyo, el amor va más allá y consiste en dar a cada cual incluso lo que no le corresponde".
No debe confundirse justicia con amor. La primera establece relaciones debidas, la segunda relaciones voluntarias. El amor no puede establecerse por decreto, su base es la voluntariedad y la libertad del ser humano. El padre no recibe al hijo pródigo porque sea su obligación, sino porque lo ama.
De hecho, es significativo como ese amor libre genera una satisfacción desigual entre el hijo pródigo y su hermano. La parábola continúa diciendo que el hermano fiel se enoja cuando ve la fiesta que ha organizado su padre en honor a un hijo que había renegado de él: "He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos". A lo que el padre le responde: "era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado".
De nuevo, aquí hallamos una poderosa enseñanza. El amor no puede ser injusto ni practicarse a través de la violencia. El padre no puede robar a sus vecinos para agasajar a su hijo: el amor a entregar debe ser siempre un amor propio.
Si bien el amor está constreñido por la justicia, no lo está por la igualdad; el padre puede tratar en distinta forma a sus hijos, pues el amor es un torrente de alegría que no puede contenerse en presupuestos igualitaristas. El padre ama a sus hijos, pero la resurrección de uno de ellos en el amor provoca un trato desigual. La igualdad no es una justicia que limite al amor, a las relaciones voluntarias y libres entre los seres humanos. La justicia social (la justicia como igualdad material) es un engaño, una falsa justicia cuya única pretensión es erradicar la sociedad y la libertad.
Las conclusiones de la parábola del hijo pródigo son claras: amor y justicia son conceptos distintos pero fuertemente ligados a la libertad. La justicia social ni es amor, ni es justicia, es sólo un pretexto envidioso de quienes pretenden arrebatar a los demás los frutos del amor.
El Estado, como organización autocrática basada en la justicia social, no debe dedicarse a repartir amor, porque no es capaz de amar al prójimo, sólo coarta la justicia (suum cuique) a través de la violencia. La caridad debe restaurarse como ejercicio privado del ágape, no como farsa estatista de una inexistente justicia basada en la igualdad.
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