A menudo se critica al liberalismo que se basa en una versión cruel del evolucionismo según la cual los débiles deben desaparecer en beneficio de los fuertes. Esta opinión es un tópico irreflexivo que muestra un profundo desconocimiento de lo que es la evolución (biológica y cultural) y lo que es la libertad. Cualquier filosofía ética y política que pretenda ser científica debe corresponderse con la realidad, y la naturaleza biológica y humana es evolutiva. El liberalismo no se basa de forma arbitraria y caprichosa en el evolucionismo, sino que lo acepta como un fundamento dado irrenunciable: las variantes reproductivas mejor adaptadas (más eficientes en el automantenimiento y propagación de sus características) van a ser exitosas, abundantes y predominantes; los peor adaptados tienden a desaparecer.
Las estrategias evolutivas son complejas y deben tener en cuenta las posibles acciones de los demás. El juego de la supervivencia admite muchas estrategias exitosas, y por eso hay tantas especies y nichos biológicos. La competencia es a menudo brutal: muchos organismos viven a expensas de otros (parasitismo, depredación, esclavitud). Pero la lucha a muerte de todos contra todos no sólo no es la única opción posible sino que es una alternativa pésima. La vida es competitiva (ser competente, capaz) pero también esencialmente cooperativa y simbiótica a todos los niveles: cromosomas como alianzas de genes; colonias de bacterias; células eucariotas como confederaciones bacterianas; organismos pluricelulares como asociaciones de células; grupos animales para unificar esfuerzos en la protección y la caza; sociedades humanas con especialización, división del trabajo, intercambio e instituciones evolutivas como el lenguaje, la propiedad y el dinero.
Por su fuerza o su astucia para muchos seres humanos resulta posible vivir a costa de los demás, y lo hacen. En las sociedades no libres los parásitos (gobernantes, burócratas, subsidiados) explotan mediante la violencia (directa o indirecta) y el expolio fiscal a las personas pacíficas, honestas y productivas, con excusas diversas como la superioridad de alguna casta, el mandato divino, el bienestar general o la defensa de los más débiles.
La libertad es la característica de una sociedad que respeta el derecho de propiedad (la legitimidad de la posesión o control sobre los recursos), la única norma ética universal, simétrica y funcional posible. En una sociedad libre ningún individuo vive a costa de otros sin su consentimiento, todas las relaciones deben ser voluntarias y mutuamente beneficiosas, no se obtienen ganancias de forma coactiva a costa de pérdidas ajenas (robos, estafas). La riqueza legítima se obtiene sirviendo a los demás, ofreciéndoles bienes y servicios valiosos en un mercado libre. La competencia puede ser muy dura (tanto entre productores vendedores como entre consumidores compradores) pero la agresión violenta queda excluida. Triunfan profesionalmente quienes mejor sirven a los demás (y sus formas de hacerlo), y adquieren más poder para seguir haciéndolo si así lo desean. Los que fracasan admiten sus pérdidas e intentan mejorar o se dedican a otra cosa. La riqueza es generada constantemente, no hay tartas fijas o botines que repartir equitativamente. Los ricos no viven a costa de los pobres, y aunque no tienen ninguna obligación de ayudarles lo hacen al ofrecerles la posibilidad de comerciar y al producir excedentes de riqueza que permitan la caridad.
La sociedad libre evoluciona renunciando a la agresión, y progresa de forma espectacular porque el comercio es mucho más eficiente que la esclavitud parasitaria. Pero los necios colectivistas siguen con el tópico del capitalismo salvaje y la ley de la jungla; y proponiendo más política, más intervencionismo, más regulación contraria a derecho, más estatismo coactivo: ahí sólo hay ángeles desinteresados velando por el interés ajeno.
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